Lo sabíamos todo. Todo. O eso creíamos. Por creer que lo sabíamos, llamábamos a nuestro grupo Los monos sabios. Una descripción más que un autoelogio, decíamos por aquel entonces, humildes.

Graduados de universidades célebres y antiguas, alumnos de Premios Nóbel, recibíamos salarios de sueño por el aristocrático arte de pensar el mundo, y lo pensábamos con solo tres notas. Capitalismo. Democracia. O Estado.

Encontrar la proporción ideal entre esas notas era el oficio de los intelectos famosos de nuestro mundo y con esas tres notas Los monos sabios añadíamos a la concurrida cacofonía.

Hete acá que un día, desde un territorio impensado, que llamábamos por entonces, genéricamente, Naturaleza, se coló a nuestro mundo un virus sin siquiera un nombre y tan diminuto que se escondió en el aire, para entrar en millones de pulmones humanos y asfixiarlos.

Nuestros líderes calcularon a prisa cuánto debía hacer el Estado. Nuestros Capitalistas planearon en secreto mansiones en el planeta Musk, antes llamado Marte. Y las poblaciones se dividieron en dos: las que se encerraron en sus hogares y las que querían encerrarse, pero eran esclavas de trabajos precarios.

Es decir que todos seguimos tratando de resolver nuestro mundo con una melodía de tres notas —Estado, Capital, Pueblo—, eso mientras rugía la sinfonía feroz, ronca, mortal, caótica, que tocaba el diminuto virus.

Los monos sabios fuimos de los que pudimos refugiarnos en nuestros hogares. Alberto murió asfixiado una noche en su cama. Sandra releyó a Camus y la perdimos a la desesperación existencialista. Hugo se hincó y regresó a Cristo.

Y Elena, una madrugada, en su departamento vacío, se salió del pensamiento: suena difícil pero fue muy simple: pisó descalza fuera del lenguaje y vio, no imaginó, vio qué la mantenía viva.

La respiración.

Desde aquella madrugada, Elena emprendió el respirar como una doctrina mística: lo hacía profundo y sin convertir el aire en voz: tomaba aire y lo regresaba al aire sin robárselo para las palabras.

Y otra madrugada, a Elena le sucedió otro hallazgo asombroso: descubrió a un desconocido en su cama: era su cuerpo, que respiraba santamente dormido. ¿Qué inteligencia lo anima?, se preguntó, sin encontrar las palabras para nombrarla.

Por esos días apareció una medusa en los canales de Venecia. Tres águilas en la azotea de un rascacielos de Bogotá. Parvadas de palomas blancas en la ciudad de México. Changos bonobos en las calles de Estambul. Y en altamar, emergieron saltando tribus de millares de delfines, seguidos siempre en el fondo submarino por sus socios, los atunes.

¿Qué nos dice la Naturaleza, según tu parecer? Se lo preguntó Salomón a Elena en el chat de Los monos sabios. ¿Qué nos dice? No nos dice, tecleó Elena. No habla, solo respira cada día más profundo y exhala más largo y suave.

Atentos, tecleó por su parte Héctor una tarde. La especie compone ya una nueva sinfonía en sueños. El Gran Vuelco de volver a ser Naturaleza, la bautizó Héctor, para sorpresa de Elena usando las mismas palabras que ella. Una sinfonía de quinientas setenta y siete notas, no solo tres, pronosticó Héctor.

Yo que sé si esto es cierto. Si la especie sueña ya una nueva sinfonía o solo la sueñan miles de humanos o solo la sueñan Elena y Héctor. Lo que sé es que ayer yo tuve un sueño.

Llegaba hasta una puerta, que era mi propio cuerpo, e introducía en su cerrojo, con forma de corazón y a la altura del pubis, una llave antigua, que hacía girar media vuelta: la puerta se abría y yo salía descalza a un campo de hierbas, al que salían, desde otras puertas, otros humanos descalzos. Y desde las nubes bajaba una parvada de pájaros azules.

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