Esta no es una fábula. Esta es una historia verídica que ejemplifica el arte de ser un Lozoya.

Sucedió al inicio del sexenio de Salinas de Gortari. Jorge Berman entró a la oficina del Tesorero del Seguro Social, Emilio Lozoya, y sintió confianza de reconocer en él a un igual: era como él un mexicano joven y con estudios en un país menos torcido.

Lozoya venía de Harvard, Jorge de Rice, la prestigiosa universidad texana.

Jorge le expuso su propósito: pagar la deuda que la fábrica de tornillos de mi padre tenía con el Seguro Social, y el Tesorero le contestó:

—¿Eres hermano de José Berman?

Mi otro hermano y Lozoya se conocían de la facultad de Economía de Harvard, donde José estaba por terminar su doctorado.

—Sí, soy su hermano.

—¿Cómo es posible: él tan brillante y tú tan tonto?

Jorge se sobresaltó con el insulto. Le hubiera soltado otro a su vez. No lo hizo: venía a pagar sus impuestos.

Lozoya fue al escritorio y regresó con una hoja en blanco, que colocó en la mesita baja de la sala.

—Firma al calce, tonto –le ordenó.
—¿Qué estoy firmando?

—¿No ves? Una hoja en blanco, tonto.

—Quiero pagarle al Seguro Social 26 años de cuotas atrasadas, pero quiero llegar a un acuerdo en cuánto a la frecuencia de pagos.

—Yo te lo arreglo, pero firma, tonto.

Jorge se asomó a la hoja en blanco como a un abismo: le estaría firmando a Lozoya lo que a Lozoya se le antojara teclear arriba de la firma.

—Yo prefiero pagar el adeudo –dijo otra vez.

—Caray, no entiendes las formas. Tú firma tonto.

Pero como Jorge no era tonto, no firmó nada.

Y desde entonces, en mi familia, cuando alguien quería venderte lo que no era suyo —digamos los servicios de salud de los trabajadores— a cambio de lo tuyo —digamos tu fábrica de tornillos— decíamos:

—Quiere hacerme un Lozoya.
 
Me dice Jorge, mi hermano:

—A puros Lozoyas se hizo el neoliberalismo en este país.

El Presidente Salinas le vendió la red telefónica del Estado a Carlos Slim; le vendió a Salinas Pliego la televisora del Estado; le vendió un banco del Estado a Cabal Peniche; y en cada venta dejó algo de propina en el erario.

Y luego de nombrar a Lozoya como Secretario de Energía, juntos quisieron venderle el petróleo de los mexicanos a sus socios internacionales.

Eso ya no pudieron: se los impidió el clamor popular: era como si quisieran venderle la Virgen de Guadalupe a los mahometanos.

Luego el Presidente Fox intentaría vender Pemex: se le opuso el Congreso. Luego Calderón quiso hacer el mismo Lozoya: de nuevo el Congreso lo impidió. Y luego regresaron los priistas al gobierno: ellos que sí sabían las formas.

El Presidente Peña puso al hijo de Emilio Lozoya, Emilio junior, también de Harvard, a la cabeza de Pemex y también a cargo de la repartición de coimas a los legisladores del Congreso, antes de la votación para decidir si privatizar o no Pemex.

Se sabía ya entonces que en el asunto de Pemex detrás Peña mandaba el ex Presidente Salinas: cumplía así su propósito de vender la petrolera con unos sexenios de atraso.

Los congresistas vendieron así a Pemex, cada uno a cambio de 2 o 3 millones de pesos, como quién le firmara una hoja en blanco a Salinas. Él y Lozoya junior ya sabrían qué hacer con esas hojas en blanco firmadas al calce.

Esto hicieron. Subastaron parte del petróleo de los mexicanos y en el trámite es probable que se embolsaron fortunas.

Alguien que vende lo que no es suyo como si fuera lo propio: en español eso es ser un ladrón. En español mexicano, es ser un Lozoya.

—¡Ey, no seas una Lozoya! –le dijo ayer mi sobrina más pequeña a mi sobrina mayor.

Intentaba venderle un árbol del parque.

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