Era un domingo soleado y en el comedor principal de la casa de verano , la familia se encontraba alrededor de la mesa, las soperas de comida pasaban de mano en mano, los platos iban colmándose de distintas comidas, arroz, brócoli, papitas de cambray, pollo almendrado, y la cocinera y las dos sirvientas, los delantales almidonados, servían las copas con vino tinto chileno. Entonces se oyó la voz tersa de Irene , una joven mujer morena de ojos grandes y verdes:

—Javier me golpea.

Javier

, su esposo, directamente del otro lado de la mesa, bajó su copa al mantel blanco y alargó el cuello.

—El sábado pasado –siguió Irene—, me golpeó tan fuerte que tuvo que llevarme al hospital , para que no me desangrara en la casa.

La veintena de familiares se quedó muda e inmóvil. Algunos otearon de sesgo a Irene y notaron bajo el denso maquillaje los moretones: un pómulo hinchado, el ojo derecho más pequeño.

—Carajo –murmuró el hermano mayor de Javier—, tenías que romper la armonía familiar, maldita Irene.

—¿Qué le has hecho para provocarlo? –preguntó Sandra , la hermana menor de Javier. –Él nunca había golpeado antes a una mujer.

—Es que tú tampoco eres una perita en dulce, Irene —: el padre de Javier, sentado a la cabecera de la larga mesa.

—Te lo advertí en tu boda hace 18 años –el primo alcohólico de la familia alzó su copa—, es un recontra cabrón. Si te lo dije, ¿para qué vas y te casas con él? Por favor ahora no te victimices.

Fue en ese momento que la madre, gorda y mofletuda, volvió al comedor. Sin darse a notar se había ido y volvía con un álbum de fotografías viejas. Lo puso en la mesa y dijo:

—Acá tengo las fotos de Javi desde que era un bebé hasta hoy. En ninguna se le ve golpeando a una mujer. Esta es la prueba de que mientes, Irene.

Javier se tocó con la servilleta blanca los labios, antes de decir:

—Esto es con lo que tengo que vivir a diario. Una mujer desquiciada.

Esa noche, en el cuarto de juegos, la familia se turnaba las pequeñas raquetas de madera y charlaba en torno a la mesa verde, cuando entre los ping y los pongs de la pelotita de pingpong, se oyeron los balazos.

Tres, cinco, ocho balazos estruendosos.

En tropel subieron por las escaleras y entraron al dormitorio de Javier hasta repletarlo de cuerpos. Javier estaba sentado en un sillón, abatido y llorando, la pistola todavía en la mano que colgaba a un lado del brazo del sillón, y todos los muebles estaban desacomodados, con agujeros de bala.

—¿Qué te hizo ahora esa mala mujer? –le preguntó su madre, ansiosa.

Javier tragó sus propias lágrimas y respondió:

—Me abandonó, la ingrata, y se largó con sus amigas feministas , esas perras podridas hijas de sus perras madres.

El tío alcohólico se rio:

—Y tú baleaste a los muebles, pendejo.

La madre se hincó ante su hijo y colocó su cabeza de rizos grises y blancos en sus rodillas.

—Mi nene —le dijo—. Te mereces algo mejor que ella. Y te prometo que tendrás algo mejor.

—Yo sé, mamá –respondió Javier, dos hilos de llanto bajándole por las mejillas. —Pero antes de conseguirme otra mujer, a esta voy a matarla, por traidora.

Se alzó del sillón y se metió en la cintura del pantalón el arma. Minutos más tarde, vieron por el ventanal al Mercedes enfilarse por la calle a toda velocidad.

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