Me apena contar esto. Pertenece a mi vida íntima. Pero es tan buena la historia, que no, tanta pena no me da.

Vivo en un conjunto de edificios en las colinas de las afueras de la ciudad, 6 edificios blancos que se levantan en medio de un bosque copudo.

Mi lujo es trabajar en un claro del bosque, tecleando a mi computadora, sentada en un sofá blanco. Mucho sol, pájaros cruzando, pasto que parece recién pintado con un barniz lúcido.

El domingo pasado llegué a mi amado claro con el estuche de la computadora al hombro y en la mano el asa del estuche de mi mesita portátil. Sorpresa, de las malas: en mi claro del bosque 15 adolescentes jugaban futbol americano.

¡Orale Simón! ¡Pásala, wey! ¡Córrele, Pedro!

Me quedé pasmada, viendo de muy lejos mi sofá blanco, mientras ante mí los machos juveniles de la especie corrían, se tlaqueaban, cachaban una pelota, se tumbaban en el pasto.

Enojada, esperé una jugada en que se les cayera la pelota.

Y cuando por fin se les cayó al pasto, aproveché para cruzar tranquila el claro hacia mi sofá. En esa pausa volvieron los pájaros, la alegría, rebrotaron las margaritas en el pasto, el sol se engrandeció 3 milímetros. Y entonces, una pelota cruzó zumbando a toda velocidad a un lado de mi cabeza y regresó la estampida del futbol.

¡Wey!, ¡muévete! ¡Pásala! ¡Corre!

De pronto adiviné mi futuro: la pelota regresaba a golpearme directo a media cara. Caía al pasto con un derrame cerebral. Ululando una ambulancia me llevaba al hospital.

Me volví hacia un muchacho y le dije:

—Idiota.

Uf, el joven abrió grandes los ojos y empezó a llorar, convertido en un instante en un bebé, y fue corriendo a acusarme con su papá.

—La señora me dijo idiota, papá.

El papá se acercó a reclamarme y pronto la mamá también, mientras los chavos atendían en silencio la escena. Y de pronto una señora vestida de rosa se acercó indignada con paso firme. Camisa rosa, gorrita rosa, lentes rosas, pantalones blancos.

—No deben jugar futbol americano en un jardín –decía yo— acá vienen niños y ancianos— cuando ella exclamó:

—¡No son ellos los que deben irse de acá! ¡Eres tú! ¡Acá no queremos obradoristas! ¡Pero el 4 de junio te vas tú y todos los obradoristas! ¡Ja ja!

Me debí callar, ser adulta, sensata, precavida. No me callé.

—Dioses, la Marea Rosa, presente —dije. —No es el 4 de junio la votación, es el 2. ¿Qué escolaridad tienes, señora?

—Es obradorista—, me acusó otra vez la señora Rosa con los futbolistas adolescentes y el papi y la mami del futbolista herido de muerte por mi grosería. —¡O bra do rista! Y no vive en los edificios, vive en ese sofá blanco.

—¿Qué? —preguntó la mamá del futbolista, consternada.

—Entra diario a nuestra propiedad invitada por no sé quién, y a veces se queda a dormir en el sofá con toda su familia. Una familia de prietos.

Se refería, presumiblemente, a mi equipo, con los que a veces me reúno alrededor del sofá blanco y bajo el cielo abierto, para ordenar la agenda de la compañía de producción de la que soy co-directora.

—¿Qué escolaridad tienes? —repetí la pregunta. —¿Kinder grande?

Me ignoró para seguir delatándome (sic) ante nuestro público:

—Eso hacen los obradoristas, invaden las propiedades, quieren convertir a México en Cuba, son comunistas, estos homeless —usó el inglés—, pero ya se van. Ja ja. El 4 de junio los corremos del país.

Me vio directo a los ojos con verídico odio:

—¡Narca! –dijo, triunfal. —¡Eso eres, una narca!

—Y tú eres una… —dejé pasar por mi mente 6 palabras de mi léxico de cargador de la Merced y escogí un insulto elegante, casi literario—: tarada.

La señora Rosa se llevó las manos al pecho y anunció que estaba por tener un taque cardiaco.

—Les juro que me muero —repitió dos veces.

—Pero te estás tardando –la apuré. —Ya tenlo y cáete al pasto. Un voto menos para la Derecha.

Me imaginé la ambulancia ululante llevándosela, a la muy tarada. Y agregué otro insulto:

—Eres una facha.

—¡Ya quisieras! —se me enfrentó—, estoy vestida de sport pero a la moda.

Bueno, digo que no estoy orgullosa de mí —pero tampoco de la señora Rosa. Y digo también que esta es una buena estampa de nuestros días.

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