Ocurrió una noche de verano, en la cabaña del Presidente, en Los Pinos. Era una mesa enmantelada de blanco, con ocho comensales de un lado y ocho comensales del otro. Intelectuales: personas dedicadas al pensamiento. Conocidos más unos, menos otros.

Y a la cabecera de la mesa estaba el primer Presidente del siglo 21. El segundo presidente de México elegido democráticamente. Vicente Fox. Alto y bigotón. A su siniestra estaba su pareja sentimental, Marta. Casquete de pelo claro, menuda. Y en la esquina más distante del Presidente, estaba quién había convocado la reunión, el Canciller del país, Jorge Castañeda. Rubio, joven, apasionado. Jorge quería que el Presidente escuchara la postura de los intelectuales sobre el Pemexgate, antes de tomar su resolución al respecto.

El Pemexgate: se había recién descubierto que durante las elecciones ocurridas hacía un año, la gran petrolera estatal había desviado una barbaridad de dinero al partido entonces hegemónico. Según la Ley, el presidente Fox podía encarcelar a los principales cuadros priistas, porque habían intervenido en el delito. Descabezar al PRI: mandarlo al basurero de la Historia. Ese no era el intento, según Castañeda, era solo una ganancia colateral.

—El intento es inaugurar un país con Ley –dijo Jorge y sus palabras flotaron en el aire hasta desvanecerse.

—Lo que sabemos –acotó entonces el Presidente —es que no se dejaran vencer tan fácil. Lo que sabemos es que movilizarán a sus sindicatos leales. Los sindicatos pondrán a su gente a cerrar las carreteras y los aeropuertos del país. Yo —dijo el presidente y tomó un respiro —yo no quiero que el peso se devalúe.

Como quien había sido director de la Coca Cola en el territorio nacional, Fox tomaba los números del dinero como el marcador más importante del país. Luego agregó con verdadera zozobra:

—Yo prometí que creceríamos al 7.5% anual. —“Para crecer al 7.5% anual solo necesitamos trabajar mucho y no ser pendejos”, había dicho famosamente en campaña.—No quiero traicionar esa promesa.

Denise Dresser tomó la palabra:

—Votamos por ti no para vivir en la paz de los sepulcros. Sino en una paz con leyes. El cambio que necesita el país es ese: convertirse en un país con leyes.

Habló entonces David Ibarra. Habló Carlos Monsiváis. Habló Sergio Aguayo. A la distancia de los años, solo recuerdo que animaron al Presidente al Gran Cambio: acabar con la corrupción como forma de gobierno, hacer valer la Ley en el país. Y luego hablé yo: recuerdo mis palabras no porque hayan sido las cruciales, sino porque las dije yo. El lector, la lectora, disculparán mi memoria narcisista.

Hablé de Lázaro Cárdenas, quien había enfrentado frontalmente a las petroleras extranjeras: cuando Cárdenas las expropió, imponiendo la ley constitucional que versa sobre las riquezas del subsuelo, las petroleras exigieron una indemnización inmediata y México se paralizó y la moneda se devaluó. La economía se fue al infierno pero la unidad nacional se fue al cielo: la gente salió a las plazas a depositar sus anillos y cadenas de oro en peroles, y una nueva solidaridad nacional emergió de la gesta común.

—Ninguna transformación sucede con tersura —terminé. —Los poderes que quieren el cambio se enfrentan con los que lo resisten. Y esos son los nudos que van tejiendo la Historia y la identidad de un pueblo. Si enfrenta usted al partido de la corrupción, Presidente, la mayoría de los ciudadanos saldremos a las plazas para apoyarlo.

Habíamos llegado al platillo fuerte. Medallones de res bañados en vino tinto. Y Fox anunció:

—Hoy a media noche viene a verme acá la jefa de la bancada del PRI en el Congreso. La oferta que me hace es ésta. Yo olvido el Pemexgate y ellos se comprometen a aprobar en el Congreso las reformas estructurales que iré presentando.

Habló otra vez David Ibarra. Habló Carlos Monsiváis. Habló Denise Dresser. Y habló el chef, un señor con sombrero de hongo y chaqueta a rayas negras y blancas. Quería explicarnos el postre. Un pastel de chocolate bañado con salsa de fresa y coronado con un gorrito de crema batida, que a pesar de su sencillez el chef se dilató en describir cerca de diez minutos angustiosos como el porvenir de la Patria.

—Voy a aceptar el intercambio que me ofrece la mensajera del PRI —anunció por fin Fox, mientras se servía el café en las tazas y el coñac en las copas y un aroma dulzón iba colmando el aire.

—Carajo —se escuchó en una esquina la voz de Monsiváis.

Fue así que Fox renunció a la épica y cedió a la politiquería. Fue así que renunció al pueblo que lo había elegido y eligió las negociaciones en cuartos cerrados con sus enemigos. No lo sabía entonces ninguno de los presentes pero el costo sería inmenso: los maestros de la transa, los priistas, terminarían por transarse al presidente Fox: a lo largo del sexenio, Fox fue presentando las reformas estructurales al Congreso y el PRI se las fue rechazando una tras otra.

Y algunos asuntos más ocurrieron: el peso se devalúo, la Ley siguió siendo un asunto negociable, la corrupción priista se esparció democráticamente por el resto de los partidos políticos —y la economía creció un magro 2.5%.

Bueno, ese mismo Vicente Fox, dos décadas más tarde, el domingo recién pasado, se propuso a sí mismo como líder de la Oposición a un gobierno cuya primera lucha es contra la corrupción. En un auditorio repleto de jóvenes panistas declaró que de su lado estaban ya muchos, incluidos los priistas, y arengó al micrófono:

—México no necesita ninguna transformación—. Y más tarde: —Vamos a partirle la madre a la Cuarta Transformación.

Contado en clave de fábula. Había una vez un señor que equivocó el rumbo y fue a caer dentro de un hoyo. Tiempo después, y para probar que no se había equivocado en nada, organizó una expedición para que él, seguido de muchos otros, fueran a caer juntos al mismo hoyo.

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