El matrimonio parecía inevitable. El Feminismo y el Obradorismo se habían hecho señales desde hacía tiempo, desde que se reconocieron como los únicos dos movimientos verídicamente populares del país.

Además, sus metas eran compatibles. Uno busca el fin de la violencia que rebaja a las mujeres. El otro el ascenso de los pobres. Vaya, no solo eran metas compatibles, se intersectaban.

Así que el matrimonio se oficializó sin dilación.

Aún en tiempos de campaña electoral, el candidato López Obrador presentó a la nación su gabinete y era paritario. Mitad hombres, mitad mujeres. Y qué mujeres: cada una se declaró sin pudor feminista.

En especial la mujer de mayor rango del futuro gabinete, la que sería Secretaria de Gobernación, se dio a la tarea de explicitar el contenido de lo que sería el feminismo del gobierno. Colocar en la agenda del Estado la meta de las mujeres no como el asunto de una minoría, sino de una mayoría. Y en lo particular, proceder de inmediato a despenalizar el aborto y a disminuir las violencias contra el cuerpo femenino: el acoso, las violaciones y los feminicidios.

Es difícil reflejar el entusiasmo que tales declaraciones provocaron. Yo recuerdo una comida en un amplio y moderno salón en que la mitad de los comensales, las mujeres, nos subimos a los asientos de las sillas a aplaudirle a la secretaria Olga Sánchez Cordero, mientras los caballeros o bien se pasmaron o igual aplaudieron, aunque ellos sentados en las sillas.

Inaugurado el nuevo gobierno, el entusiasmo pareció estarse ya traduciendo en acciones. Varias secretarias anunciaron medidas pro-mujer en sus burocracias. Protocolos contra la discriminación. Ligeros sesgos para favorecer a las mujeres en la distribución de subsidios. Y mientras los otros partidos parecían ni siquiera notarlo, tercos en su negación de la causa de las mujeres, las feministas estábamos de plácemes.

Qué breve resultó el amor y qué largo viene resultando el divorcio: demasiado pronto empezaron los desencuentros.

En su recorte de los gastos públicos, el presidente López Obrador quitó gran parte del presupuesto a los refugios para mujeres violentadas; cerró las guarderías donde las madres trabajadoras encargaban a diario a sus hijos; esfumó la importancia de Instituto Nacional para las Mujeres; el tema del aborto pareció traspapelársele a la Secretaria de Gobernación; y la violencia misógina no disminuyó, creció: los feminicidios subieron a ser diez diarios.

Como suele ocurrir en las separaciones, la parte traicionada fue la primera en gritar Basta.

El 8 de marzo del año que corre, se organizaron en las capitales del país las mayores marchas de mujeres jamás habidas en México. Eran la celebración de un movimiento que se había convertido plenamente en popular: un movimiento que trasciende las clases sociales, las generaciones y las filiaciones filosóficas y partidarias; eran también el reclamo al gobierno en turno de su indiferencia ante la creciente violencia de género; y expresaban también el despecho por la traición.

La pandemia ha corrido una cortina entre ambas partes. Ha abierto un compás de espera en este enfrentamiento. Una tregua forzada, moteada por incidentes agrios. Sin embargo, tarde o temprano el ruidoso divorcio retomará su combate, simplemente porque las mujeres ya no estamos dispuestas a callar nuestro sufrimiento para complacer a otros.

O tal vez, podría ser, nada es imposible, que el combate no se reanude, eso siempre y cuando alguien medie entre los querellantes. O dicho sin ambages, si median algunas –las feministas obradoristas: las numerosas y ahora infelices hijas de los dos movimientos enfrentados.

Me parece a mí que ésta tregua es la oportunidad para que visiten a su líder y tengan con él una larga conversación, porque esta guerra es muy ingrata –para ambas partes.

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