Me encuentro en África, invitada por el gobierno sudafricano para dar una serie de conferencias a los changos bonobos locales, acerca de un tema crucial. El sexo oral que practicamos los monos verbales.

—Lo primero que hay que entender —les expliqué, no bien estuvieron ante mí los tres mil bonobos elegidos para el curso, sentado cada uno en una rama de los gigantescos árboles de la jungla—, lo primero que hay que entender es que el sexo oral, también llamado el Bla bla bla humano, y también: el habla de la especie, es el máximo placer de los changos verbales, y es oral. Algún bonobo en una alta rama batió las palmas.

—Gracias –le dije. Y continúe—: El hablar es un ejercicio cuyo intenso placer radica en que aquello que nos narramos, nos lo creemos. No solo eso, lo alucinamos. Si yo digo, por ejemplo, “sal”, siento la sal en mi paladar. Si digo “agua tibia”, siento en la piel el agua tibia. Si digo Voy en un barco en altamar, siento que efectivamente voy en un barco en altamar. De ahí que los monos habladores nunca paremos de estarnos narrando unos a otros maravillas. De cierto, el único momento en que cesamos la placentera actividad de narrar, es cuando estamos muertos.

Otro bonobo peló los dientes y se rió. La verdad, varios se rieron. Bueno, seré sincera: la mitad de los bonobos se rieron de usted y de mí, amable lector o lectora, es decir, de nuestra especie parlanchina.

—Ahora mismo en mi país –les narré a los bonobos— hay una terrible pandemia: un virus oculto en el aire mata diario a mil monos.

—Oh –soltó una bonoba y asustada abrazó a su pequeña cría.

—Sí, el virus mata mil monos cada día –asentí. —¿Y adivinen ustedes qué nos narramos en los periódicos y los medios de comunicación y las redes sociales? Que existe una BOA. Que además no es seguro que sea una boa de verdad. Que además, y con toda sinceridad, qué demonios importa si existe o no existe, si es un virus lo que nos está matando a mil por día.

—Mi auditorio estaba perplejo: los tres mil bonobos diseminados por cientos de ramas se rascaban la mollera.

—No podemos hablar de la realidad, eso es lo que nos sucede. Lo que fue nuestro gran invento, el lenguaje, se ha convertido en nuestro gran impedimento. Siempre, siempre, hablamos de otra cosa. Y lo peor es esto: este impedimento, esta enfermedad, esta demencia, es dominante en especial en la elite pensante de nuestra tribu, es decir: entre los monos que viven de diseminar sus palabras. Gracias a ellos y a su loco afán de hablar de lo irrelevante, estamos viviendo un desastre inmenso.

Treinta bonobos aplaudieron con entusiasmo.

—No sean ustedes impiadosos —les pedí. –Créanme cuando les digo, queridos primos, que la desolación en medio del parloteo desquiciado, es abismal. Cada mono se sabe ahí, en medio del bla bla bla, a merced de su propia y personal e íntima cordura, sin una tribu que lo auxilie, o más bien en medio de una tribu que por mover la lengua ha perdido la capacidad de salvarse.

En el silencio que se instaló luego de estas tristes palabras, un bonobo llamó mi atención chasqueando los labios.

—Ey —lo saludé a mí vez alzando una mano.

Entonces el bonobo adelantó hacia mí, con sus dos manos y aire compasivo, algo grande. Una especie de roca color naranja. No: era una papaya que me adelantaba como una ofrenda.

—No gracias –grité. —Es usted muy amable, pero ya desayuné.

Pero el bonobo no me ofrecía la papaya. Otro era su plan. Con ambas manos echó hacia atrás de su cabeza la papaya y con un rápido movimiento y una fuerza formidable me la lanzó.

Estoy en África, con la cabeza vendada, (contusiones moderadas), tumbada en una hamaca, en territorio bonobo. La verdad, estoy acá más cómoda que allá en México. Acá los buenos bonobos toman el sol a mi derredor tirados en la hierba y a veces alguno me trae un coco.

No tengo una navaja para abrir el coco, pero me imagino la buena intención con que el buen bonobo me la ha traído, y siempre le agradezco.

—Gracias por el coco— le digo.

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