Simone Veil fue la primera mujer que ocupó un ministerio en Francia. Por eso fue sorpresivo que muy pronto, apenas a los seis meses, presentó ante el Parlamento el proyecto de una ley que volvería al aborto legal y un asunto de salud pública, es decir una condición para ser atendida en las clínicas del Estado, de forma gratuita. Un reportero le preguntó lustros más tarde si no hubiera sido aconsejable más prudencia. Simone contestó:

—No llegué al Ministerio de Salud por llegar. Llegué para hacer una diferencia en la vida de las mujeres.

El debate en el Parlamento fue estruendoso. Explotaron los insultos. Las infamias. Un parlamentario hizo sonar la grabación del corazón de un feto. La bancada del partido conservador, al que pertenecía Simone Veil, votó en bloque en contra. Los comunistas, socialistas y liberales en pro. La ley se aprobó así y se pasó al escritorio del presidente de Francia para que la firmara.

Pero Giscard d'Estaing demoró la firma. La verdad es que ese caballero profundamente conservador titubeaba por razones teológicas: de acuerdo a su fe católica, el aborto era un pecado mayor. Quién hubiera imaginado que las dudas del presidente se disiparían en el Vaticano, ante el Papa.

Juan Pablo II lo recibió en su despacho. Una habitación amplia, con ventanales abiertos a la Plaza de San Pedro, y con un escritorio de madera colocado cerca de una pared. El Papa en su túnica blanca, el presidente en un traje negro, tomaron asiento de uno y otro lado del escritorio.

Según habría de narrarlo d'Estaing en sus memorias, Juan Pablo entró al tema sin dilación. Pensaba que la Providencia había colocado a un católico en su posición para frenar a la horda de feministas que querían arrasar las bases de la cultura judeo-cristiana.

El presidente concedió:

—Es cierto que quieren destruir mucho de lo que ahora existe.

Y luego, para que la conversación fuera una conversación útil —un verdadero intercambio de ideas—, le pareció que debía presentar las razones de las feministas.

—Ellas piensan —dijo— que deben ser dueñas de su cuerpo, como lo somos los hombres. Que la pretensión del Estado de decidir sobre sus úteros equivale a la pretensión de los señores feudales del medievo, que se consideraban dueños de los cuerpos de sus siervos y siervas.

—¿Y qué con la vida que se gesta en esos úteros? —preguntó el Papa. —¿No tiene derechos esa vida? ¿Quién defiende esos derechos?

—Las feministas piensan —de nuevo Giscard le dio su voz a las mujeres—, que esa vida no es humana hasta después de la semana doce de gestación, en que adquiere conciencia.

En todo caso, no se trataba de obligar a nadie a abortar. Se trataba de que cada mujer tuviera esa opción para usarla según su libre albedrío, y si decidía abortar, lo pudiera hacer en condiciones de higiene, en un hospital del Estado.

Juan Pablo reviró irritado:

—¿Para qué estamos los líderes si no es para corregir los impulsos inmorales de las masas?

Fue en el largo silencio que siguió que d'Estaing vio claro frente a sí. El Papa era un monarca absoluto. En contraste él, d'Estaing, era el Presidente temporal de un Estado laico y democrático, donde las mujeres eran la mitad de los ciudadanos. Imponer sus convicciones personales a esa mitad no solo no correspondía a su mandato, a la larga, en una democracia, era un imposible. Su función de Presidente era más discreta: era velar porque el Estado cuidara de la salud de sus ciudadanos.

La frase con que d'Estaing justificó días después su firma de la ley del aborto habría de volverse célebre.

—Como católico —dijo—, estoy en contra del aborto; como presidente de los franceses considero necesaria su despenalización.

Y sin embargo la histórica ley no fue bautizada con su nombre, sino con el de la ministra que la presentó y la defendió en el Parlamento. Se le conoció como la Ley Veil.

Una década después, un reportero entrevistó a la ex ministra y entre sus notables respuestas está la que da a una pregunta en especial aguda.

—Ante las enredadas discusiones teológicas y morales que llenaron durante esos días el Parlamento y los periódicos franceses, ¿no se confundió usted en algún momento?

—No –contestó ella— ¿por qué habría de haberme confundido? Dios me habla a mí también, y lo hace con una voz ligera y sin embargo absolutamente nítida.

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