Se les había ido la voz. No que sus cuerdas vocales se hubiesen estropeado, eran las palabras las que les faltaban.

Las palabras , las oraciones, el relato de un futuro mejor, eso les faltaba. ¿Y qué es un partido político sin un futuro que vender?

El futuro es lo que la política vende por excelencia. Lo que no ha sucedido —pero oh maravilla si aconteciera.

En vender futuros luminosos los acólitos de ese partido habían sido otrora magnánimos. Hacía un siglo prometieron el descenso del reino de Dios a la Tierra . No menos: el paraíso floreciendo en la Patria mexica.

Luego de la invasión de los bárbaros y pragmáticos empresarios, ofrecieron un futuro más razonable. El descenso del dinero a los pobres. Un goteo continuo y benévolo de monedas de oro desde la cima de la pirámide hasta la base.

Con ese relato sensato ganaron el gobierno del país y gobernaron, pero las monedas de oro nunca cayeron hasta los pobres: se las quedaron ellos, los acólitos del partido convertidos en funcionarios.

Por eso cuando salieron del gobierno, se encontraron de pronto mudos. Se habían gastado ya todas palabras de Dios y todas las palabras del Dinero , y ya nada tenían que decir.

Bueno, no exageremos: algo sí empezaron a decir: una simple y contundente palabra:

—No.

—No.

—No.

No a cuanto el nuevo gobierno hiciera y dijera.

Entonces, una mañana lluviosa de septiembre, sucedió el milagro.

Se plantó ante ellos el caballero de la VOX. Un garañón barbado y de vox potente —que les traía las palabras y las oraciones de un nuevo y ambicioso relato para el futuro de la Patria mexica.

—Muerte al feminismo –tronó el de la VOX. —Fuera los morenos de la Santa Patria Blanca. Nunca nuestro país será comunista. Cantemos al Guadalquivir, la arteria que alimenta nuestros arrozales. Viva Franco y viva Felipe II, viva la Armada Imperial Católica —¡y olé!

Los acólitos otrora mudos se entusiasmaron. Se pusieron en pie y alzaron los brazos y chocaron castañuelas sevillanas.

Y a partir de ese día, empezaron a hablar en la nueva VOX y de paso cambiaron varias otras de sus condiciones. Las morenas del partido se pintaron el pelo de rubio, se ordenaron chistorras para los desayunos y puros para los atardeceres; y los varones del partido se dejaron crecer barbas machísimas de hacendados.

Aunque el gran cambio residió siempre en el lenguaje. No solo las palabras eran nuevas palabras, eran lujosas y eran abundantes; el tono era bravo y aguerrido; y el acento enjundioso y castizo.

Cierto, había, como lo hay en todo, algún defecto.

En Méjico no había Guadalquivir ni amenaza real de comunismo. El feminismo respondía a una violencia rutinaria y brutal contra la mitad de la población. Los morenos habían nacido dentro de la Patria, no la invadían desde afuera. Felipe II era el artífice de matanzas locales atroces. Y Franco era el asesino al que Méjico le debía una de sus más valiosas olas de inmigrantes, la de los españoles republicanos.

No le aunque. Fuera de esos minúsculos detalles, era un gran relato de futuro para Méjico —¡y olé!