En la torre de cristales negros, en la oficina principal del piso más alto, el billonario miraba una pantalla del tamaño de un pizarrón de aula: el pizarrón estaba cuadriculado en veinte imágenes y en cada imagen sucedía lo mismo: en un cubículo, dos ejecutivos, un hombre y una mujer, hablaban con un empleado. Los tres con tapabocas y con una sana distancia entre sí.

—No es nada personal —le tocaba decir al ejecutivo según el Punto 1 del método aprobado para el caso.

—Apreciamos tu trabajo —le tocaba abundar a la ejecutiva, y acá enumeraba una serie de logros del empleado, consultando su expediente, que tenía entre las manos.

El Punto 2 consistía en la omisión de dos datos: en ningún momento se debía mencionar la cantidad de años que el empleado llevaba trabajando en el Consorcio Omega ni que este procedimiento ocurría al inicio de un enclaustramiento nacional obligatorio, provocado por una pandemia.

El Punto 3 consistía en asumir la culpa:

—Es solo un asunto de dinero: el problema es que el Consorcio Omega ha tenido pérdidas importantes el último año —acá se debían elaborar los motivos: desaceleración de la economía, pocas compras del gobierno, pero la explicación no debía sobrepasar el minuto, para poder pasar al Punto 4, que debía caer rápido y limpio, como una guillotina:

—No requeriremos en adelante tus servicios— para rápido sintetizar el procedimiento entero con otra frase: —No es nada personal, es solo un asunto de dinero.

Es fascinante la variedad de respuestas de los despedidos, pensó el Dueño observando la gran pantalla. Un veterano con 30 años en Omega se soltó en un llanto desconsolado. Una joven abogada con 10 años en Omega perdió el sentido de la orientación y chocó con una mampara antes de salir del cubículo. Un ingeniero de barbas negras, con 26 años de trabajo, se puso a enlistar en una voz cada vez más tronante los éxitos que había logrado para Omega y sin perder un compás la lista de sus deudas y luego la lista de lo que perdería durante el enclaustramiento.

En un dispensador de gel antibacteriano, a la salida de la torre, el Dueño de Omega se lavó las manos.

Luego, flanqueado por su abogado se dirigió al comedor común. Un comedor del tamaño de media cancha de futbol soccer, donde en ese momento comían unos dos mil empleados, muy juntos entre sí, sin tapabocas, sin haber sido testeados.

—¿Qué quieres que les diga?— preguntó el Dueño al abogado. —¿No voy a parar mi empresa para que no se mueran unos cuantos de ustedes?

—No. Claro que no —se rió el abogado. —Les dices Estamos en el mismo barco, ningún ser humano es una isla.

—Muy bonitos pensamientos.

—Esto lo hacemos para preservar nuestro Consorcio. Con énfasis en la palabra nuestro. Y sobre todo lo hacemos para preservar la economía del país. Esto es un acto patriótico hecho de puro amor.

—No voy a entrar —contestó el dueño. —Ese comedor es un plato de Petri lleno de virus. Entra tú y declámalo, que te lo sabes muy bien. Lo digo en serio, desde acá te veo: entra y declámalo, o te despido.

18, 013 despedidos en una semana: el 20% de la planta de empleados, mientras el resto seguía trabajando, obediente, a pesar de que se arriesgaba al contagio del virus.

Ese viernes, el Dueño viajó a su hogar como cada tarde en helicóptero, pero una vez que la aeronave descendió en vertical a la azotea de la torre de departamentos, él no bajó como otros días: la cuarentena obligatoria abría la maravillosa oportunidad de tomarse unas vacaciones familiares: su esposa y su hijo subieron a la cabina y la aeronave volvió a alzarse en vertical.

Dos horas después, rebasaron la costa y siguieron volando hacia la expansión de las aguas azul turquesa del Caribe Maya. ¿Dónde estar más seguros que en alta mar, lejos de otros humanos, posibles portadores de la muerte?

Cuando el helicóptero empezó a descender en vertical hacia la cubierta más alta del yate, el Dueño vio ahí abajo, pequeños como hormigas, a sus sirvientes uniformados de blanco y azul celeste, y cosa rara: levantando las manos y gritando.

Sí, es raro tanto entusiasmo por mi llegada, pensó el Dueño. No soy precisamente el Señor Simpatía. Luego sonrió: en tiempos de tragedias el hombre fuerte, el que sabe qué hacer y lo hace, se vuelve el ídolo de los débiles. Nietzsche, agregó mentalmente.

Saltó deportivamente del helicóptero mientras las aspas seguían girando, desplazando el aire a su alrededor y tapando con su estruendo los gritos de Bob, el cocinero, Joaquín, el piloto y su equipo de marineros, Sebastián, el jefe de seguridad y sus cinco guardias, Margó, la administradora y su equipo de mucamas.

Entonces ocurrió con una fluidez lenta y segura que habría de revisar mil veces en la noche perpetua en la que aquel momento convirtió su vida: por dos escalerillas diez encapuchados de negro emergieron con metralletas en ristre, y se reunieron con precisión militar alrededor de él. El cañón de un arma se clavó entre sus omóplatos.

—Lávate las manos —le ordenó una voz, que no adivinó de qué pasamontañas surgía.

Alguien le entregó una botella de gel antibacterial. El Dueño obedeció, se lavó las manos temblorosas.

—Esto es un secuestro —dijo la voz, grave, ronca, decidida. —Ahora, muévete —el cañón del arma empujó al Dueño de Omega de regreso al helicóptero, y la voz agregó: —No es nada personal. Es solo un asunto de dinero.

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