En días recientes hemos sido testigos de la confrontación del Gobierno con la Iglesia católica que ha levantado la voz con mayor fuerza después del asesinato de los dos jesuitas. El presidente tronó a raíz de la convocatoria realizada por la jerarquía católica y la Compañía de Jesús a una Jornada de Oración por la Reconciliación y la Paz. Los insultó abiertamente (apergollados por la oligarquía, cómplices con su silencio de Gobiernos anteriores, Etc.), para después tener que recular al darse cuenta de que la invitación era a realizar un diálogo que permita terminar con la violencia y construir la paz.

No cabe duda de que en un Estado laico como el nuestro la premisa de que a Dios lo que es de Dios y al César lo que es del César es cierta. Pero el presidente no puede soslayar que el primero en romper esta perspectiva ha sido él al convertir a su Gobierno en un acto de fe —y no de resultados—, en proponer las estampitas como un detente ante la pandemia, darles a los evangélicos la tarea de repartir su cartilla moral, e incluso en lanzar la iniciativa de eliminar el horario de verano porque tenemos que ajustarnos al “reloj de Dios”. Nunca antes tan abiertamente (tal vez un poco con Vicente Fox) se había roto el principio juarista de separación del Estado y la iglesia.

El problema es que se equivoca el presidente al aplicar el manual y considerarlos sus enemigos. En primer lugar, porque en la Iglesia católica se hace eco de un sentimiento generalizado y alza la voz para frenar esta incontenible violencia que ha cobrado la vida de más de 100 mil mexicanos, entre ellos la de los dos jesuitas cuya labor misionera se desarrollaba en una de las zonas más pobres del país. Esta opinión mayoritaria se refleja en la encuesta del GCE: el 65% cree que la inseguridad ha aumentado mucho o algo, el 64% está en desacuerdo con la idea de que el país está bajo control del Gobierno. El 65% considera que la estrategia de seguridad es incorrecta y un poco más de la mitad (51%) no le daría las llaves de su casa al Presidente.

En segundo lugar, porque la convocatoria de la Iglesia se da en el marco de la ley. No invita a un “cacerolazo”. Tampoco a responder con violencia como maniqueamente se señala desde la tribuna presidencial. La iglesia exige simplemente que el Estado asuma sus responsabilidades (como lo ha hecho 116 veces desde 1968). Pero lo más importante, llama a una Jornada de Oración para la Reconciliación Nacional y la Paz. Una jornada pacífica, en la que además se pretende visibilizar los rostros de quienes han desaparecido y de las y los que han muerto víctimas de esta violencia irrefrenable.

Como lo dijo la hermana Juana Ángeles Zárate, presidenta de la Conferencia de Superiores Mayores Religiosos “es un llamado al diálogo social que implica la escucha auténtica y cambios de postura”.

Lejos de hacerse responsable de sus palabras y del fracaso de su estrategia, el presidente responde con simple retórica diciendo que “la violencia no se combate con violencia”, como si ésta fuera la propuesta, por lo que recurre, tal y como lo dice Luis Antonio Espino, al ataque a la persona o personas (ad hominem) para evitar debatir el argumento o tener que dar cuentas. México está en un momento muy delicado. No necesita polarización ni odio. Requiere un Presidente que convoque al diálogo, que no utilice distractores y llame a todos y todas a unir esfuerzos, a opinar, a sumar. Es momento de estar a la altura de la encomienda que se le ha dado y dejar atrás el lenguaje que divide y sentarse a dialogar para que juntos encontremos el camino a la paz.

Política mexicana y feminista

 

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