La Navidad contiene un mensaje de esperanza muy valioso en este tiempo de enfermedad, muerte, crisis y aislamiento. Para rescatar su sentido original hay que hacer a un lado costumbres que la vinculan al sentimentalismo vacío y al consumo desmedido.

La esperanza para los cristianos es que Dios se “encarnó” en la historia en la persona de Jesús. “A Dios nadie lo ha visto, pero su Hijo nos lo dio a conocer” (Jn. 1, 18).

La esperanza está fundada en la buena noticia que anuncia Jesús: el reino de Dios está cerca (Mc 1, 14). Y como bien interpretaron las primeras comunidades, el nacimiento de Jesús es “buena noticia que será de mucha alegría para todo el pueblo”. (Lc. 1, 10).

Para discernir bien el sentido original de la esperanza hay que recordar que, en tiempos de Jesús, no todos aceptaron el mensaje. Muchos actores sociales rechazaron a Jesús. Es más, algunos se confabularon para acusarlo y lograr su tortura y muerte de cruz.

Hay que recordar que quienes enfrentaron a Jesús no fueron los ateos, ni los “paganos”, sino los representantes religiosos. Entre ellos, el grupo con mayor poder eran los saduceos. A ese grupo pertenecía la casta de “sumos sacerdotes”. Ese grupo fue el que juzgó a Jesús por “querer acabar con el templo”. Frente al poder romano, lo acusaron de “soliviantar al pueblo a no pagar el tributo al César”.

Los saduceos no requerían esperanza. Tenían la certeza del poder económico y político sustentado en la religión que afirmaba que Dios habitaba en el templo de Jerusalén. Otra noción del Reino de Dios les era ajena y adversa (Mc. 11, 27-33 y toda la discusión siguiente).

El otro grupo que gozaba de gran autoridad moral eran los fariseos. Maestros de una religión cuyo centro era la pureza lograda por el cumplimiento escrupuloso de preceptos rituales. La esperanza tampoco era su fuerte. El “Reino de Dios” vendría si Israel regresara a la “pureza” del cumplimiento ritual y prácticas religiosas similares (Lc. 18, 9-14, Mc. 12, 28-34 y el durísimo discurso de Mt. 23).

Era “el pueblo” más sencillo el que alimentaba la esperanza en un Mesías. El que afrontaba dolores, carencias, enfermedades y calamidades esperando la liberación. Algunos a la manera de Juan, el que bautizaba, vivían en el desierto alejados de la sociedad. Buscaban la pureza y la cercanía de Dios separándose del pueblo y de la “vida cotidiana”.

Y otros a la manera “zelota”, que esperaban un Mesías guerrero para vencer al imperio romano. Su esperanza de reivindicación popular era la restauración de Israel como Reino de Dios, con el triunfo final de los “buenos” y la destrucción de los “malos”.

Jesús se alejó de todas esas visiones. La “religión de Jesús” no era ritual y por ende no tenía como centro el Templo y los sacrificios, y tampoco los ritos religiosos de “purificación” sino la relación “con el prójimo” en la vida cotidiana. Su mensaje del Reino de Dios no era para “restaurar la gloria de Israel”, ni para un “más allá” etéreo, sino para construir una comunidad en la hermandad, desde ya.

Para Jesús, las señales del reino era que “los ciegos ven, los cojos andan, los leprosos sanan y a los pobres se les anuncia una buena noticia” (Lc. 7, 18-23). Por eso anuncia su misión, citando al profeta Isaías: “El Espíritu del Señor está sobre mí, me envió a traer la buena nueva a los pobres, a despedir libres a los oprimidos y a anunciar el año de gracia” (Lc 4, 16-20). La imagen más clara del Reino era un banquete, porque al compartir se multiplican los panes y los peces. Así lo entendieron las primeras comunidades de creyentes que pusieron “todo en común” (Hch. 2,, 44-48).

Y aunque en la historia posterior, muchas veces este sentido original fue abandonado y traicionado, hoy esa buena noticia sigue vigente. Como dice el Papa Francisco en su nueva encíclica Fratelli Tutti, estamos llamados a vivir en la hermandad, a construir la vida digna para todas las personas, sin exclusiones, a superar las desigualdades y a cuidar la casa común. Esa es la esperanza de la Navidad.

Consultor internacional en programas sociales.
@rghermosillo

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