Luis Montaño Hirose
Universidad Autónoma Metropolitana. Unidad Iztapalapa
La gobernanza de las universidades públicas no solo trata de reglas y recursos; su buen desarrollo impulsa su misión social, fortalece su identidad y responde a la confianza que la sociedad deposita en ellas. Este texto propone un enfoque constructivo para fortalecer autonomía, participación y corresponsabilidad.

Desde la conquista de la autonomía universitaria en 1929, las instituciones de educación superior han sostenido con firmeza su derecho a autogobernarse. Este principio, que las protege de injerencias externas, ha sido un pilar de legitimidad. Al mismo tiempo, la autonomía convive con tensiones propias de comunidades complejas y plurales que requieren canales de participación efectivos.
En muchas universidades públicas, la gobernanza se apoya en juntas de gobierno y consejos universitarios. En teoría, estos espacios garantizan una representación plural; en la práctica, suelen identificarse retos de percepción y funcionamiento: al estar integradas por un número reducido de personas, algunas juntas pueden ser vistas como ámbitos de alta concentración decisoria; los consejos, más amplios, a veces reproducen asimetrías internas. En ocasiones, también se comenta que la deliberación se ve condicionada por acuerdos previos. Estos puntos sugieren oportunidades de mejora en materia de transparencia, participación y calidad deliberativa.
La buena gobernanza requiere una comunidad integrada en torno a la misión institucional. Alcanzar ese horizonte no es automático. La diversidad de intereses y responsabilidades puede derivar en prioridades distintas. Asimismo, la expansión de tareas administrativas y la centralización de algunos procesos generan la percepción de trámites extensos y tiempos de respuesta mejorables. En ciertos contextos se observa un déficit deliberativo: comisiones y consejos validan acuerdos ya encaminados, lo que desalienta la participación y puede alimentar apatía. A ello se suma el desencanto institucional de quienes perciben distancia entre los altos ideales universitarios y la práctica cotidiana.
Los modelos de evaluación académica han buscado objetivar el desempeño, pero en ocasiones enfatizan en demasía la producción individual de artículos. El reto consiste en equilibrar la exigencia científica con el reconocimiento de tareas sustantivas no siempre capturadas por métricas tradicionales: docencia de calidad, trabajo colegiado, proyectos multi e interdisciplinarios, vinculación social y construcción de comunidad. Cuando los incentivos se orientan casi en exclusiva a productos cuantificables y recompensas monetarias, se corre el riesgo de desarticular el lazo entre logro personal y compromiso colectivo.
La misión social distingue a las universidades públicas: ampliar el acceso, formar ciudadanía, producir conocimiento pertinente y contribuir a resolver problemas nacionales. Esa misión solo se sostiene con una comunidad que se reconozca como parte del proyecto institucional. Estudiantes con voz efectiva, académicos que deliberan desde la pluralidad y autoridades que rinden cuentas refuerzan la legitimidad y la corresponsabilidad. En la relación entre autonomía y responsabilidad social, la cohesión comunitaria es decisiva.
Así, de entre las líneas que permiten fortalecer la gobernanza universitaria, podemos señalar, a título de ejemplo, las siguientes: a) Justificación amplia, transparencia y trazabilidad en procesos clave -elección de autoridades, asignación de recursos, evaluaciones-, con calendarios, criterios y actas públicas. b) Deliberación ampliada: foros previos a decisiones sensibles, espacios de réplica y síntesis, y reglas claras para incorporar a todos los sectores de la comunidad. c) Reconocimiento integral del trabajo académico y administrativo: docencia, tutorías, coordinación de proyectos, vinculación social y trabajo colegiado. d) Simplificación administrativa con enfoque de servicio a la comunidad, digitalización efectiva y revisión periódica de trámites. e) Cultura de corresponsabilidad: compromisos verificables entre sectores, formación en gobernanza y ética pública, y mecanismos confiables de atención a inconformidades.
La tarea es clara: fortalecer a la comunidad universitaria como preámbulo para cualquier mejora en la gobernanza. Sin cohesión, no hay proyecto común; sin comunidad no hay estrategia, sin misión social clara y compartida, la autonomía tiende a vaciarse de sentido.
La gobernanza universitaria no debe ser vista como una simple competencia entre sectores, con ganadores y perdedores, sino la construcción de un proyecto común en el que estudiantes, académicos, trabajadores y autoridades comparten responsabilidad sobre el futuro de la institución al servicio de la sociedad. La universidad pública puede y debe ser un laboratorio de participación democrática y cooperación. El paso decisivo es reconocernos no solo como destinatarios de decisiones, sino como protagonistas de la misión institucional.