Encontré a varias de mis alumnas con el rostro pálido, en el umbral de la dirección del CIDE. Necesitaban urgente hablar con sus mayores, compartir la angustia honda que venía de propinarles la muerte de su compañero Wilbert Jiménez Castro.

Para ellas no cabía duda: entre las razones de la tragedia estaba la presión académica que sus profesores de la Maestría en Políticas Públicas habíamos impuesto sobre nuestros estudiantes.

Todavía recuerdo a Wilbert y me pregunto porqué aquel verano de 2017 sus tutores no supimos percibir a tiempo el abismo que se abría bajo sus pies.

La institución lamentó la muerte del joven y durante la ceremonia de graduación su nombre fue mencionado, pero el reclamo de sus compañeros mereció atención insuficiente: no podía culparse a la institución, les dijimos, por un hecho provocado por el azar.

Sin embargo, el CIDE, como otras escuelas, porta en su cultura pedagógica un estigma antiguo que reza muy mal: ¡la letra con sangre entra!

No se trata ya de usar métodos ligados al rigor o el castigo físico, pero continúa vigente la rudeza psicológica frente a la cual los alumnos del ITAM, otra institución pretendidamente de élite, han decidido protestar.

La revuelta denominada #ITAMDateCuenta dio comienzo después del pasado miércoles 11 de diciembre, cuando una de sus estudiantes –Fernanda Michua Gantus– se quitó la vida en plena temporada de exámenes.

Con esta muerte trágica se suman cuatro hechos similares que esa comunidad estudiantil ha interpretado como resultado de un ambiente institucional difícil de soportar.

En resonancia, otras víctimas –presentes y pasadas–, decidieron contar su historia. Ana Sofía Osorio, por ejemplo, narró: “falleció mi abuela y como soy foránea, no puede quedarme al velorio … porque tenía que regresarme a presentar exámenes.”

Y Poncho Villanueva: “en 2016 mi abuela y mi madre murieron súbitamente, una después de la otra… Esa situación afectó drásticamente mi vida y mi desempeño en el ITAM. Al buscar algún tipo de ayuda en esa institución sólo encontré burocracia y desdén.”

Tanto en el fondo como en la forma se trata de una ruidosa confrontación entre entendimientos diferenciados de la pedagogía: de un lado se halla la arrogancia darwiniana y el abuso de poder, y del otro la exigencia para que estas instituciones universitarias acompañen de manera más completa e individual a sus estudiantes.

Este reclamo conecta con el rechazo hacia todas las formas de violencia que la generación más joven – mujeres y hombres – está lanzando en muchos frentes.

Entre los cientos de mensajes que este episodio ha suscitado en las redes, vale retomar algunos para ilustrar la disputa:

Paco Calderón, caricaturista e hijo orgulloso de un antiguo profesor de economía del ITAM, escribió: “Si una persona se suicida en el ITAM la culpa NO es del ITAM. Es como decir que si se suicida en un cine la culpa es del cácaro.”

Jorge Cervantes añadió: “Repudio a los holgazanes que pretenden mediocrizar al ITAM … Ningún buen marinero se forma en aguas tranquilas.” SSMedina agregó: “Estos nuevos estudiantes son el resultado de no le digas que NO (porque) se van a traumar.” Y otro más que firma con pseudónimo: “Bien. No aflojen ni un ápice. La calidad no se negocia y nadie está ahí contra su voluntad.”

Y Roberto Sánchez: “El ITAM que yo viví fue una competencia y sobrevivencia por decisión propia. Siempre queda la opción de darse de baja.” Uno más reitera: “EL ITAM te prepara para el estrés de la vida laboral. Si no les gusta, váyanse a otra universidad.”

En respuesta a estos argumentos rigoristas, el estudiante Luis Martínez publicó: “el exceso de estrés y el nulo apoyo sicológico nos cobraron factura a todos, de una u otra forma.” Y un coro amplio repitió con él: “Adderoll, Ritalin; Modiodal, no es normal,” refiriendo al consumo masivo de esos fármacos en época de exámenes.

Camila Córdova coincidió: “urge repensar el sistema pedagógico,” mientras Gerardo Sánchez propuso: “hay que desinflar la cultura tóxica del mérito, basada en las arcaicas relaciones de poder.”

Zoom
Hace un par de años Fernanda Michua escribió: “Me falta estatura, pero me sobran años. Suelo llevar el cabello a la cintura y un libro en la mano.” Tendrán desde ahora que ser sus compañeras y compañeros quienes con un libro en la mano recuperen la estatura moral extraviada de un sistema docente que sobrevalora la arrogancia darwiniana, y cada vez menosprecia a sus estudiantes.

 

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