George Floyd perdió el empleo que tuvo durante cinco años como guardia de seguridad en un restorán próximo a la ciudad de Minneapolis. La razón fue el confinamiento que impuso la pandemia del coronavirus.

Hace una semana este hombre afrodescendiente, de 46 años, murió porque un oficial de policía hincó su rodilla contra el cuello de su víctima durante ocho minutos con 46 segundos.

El arresto sucedió después de que el dependiente de una tienda de conveniencia acusó a Floyd de pretender pagar con un billete falso de 20 dólares.

Un video registrado por un testigo de la escena exhibió más tarde en las redes sociales la responsabilidad del oficial Derek Michael Chauvin, mientras George Floyd suplicaba que no lo fueran a matar y también repetía que tenía dificultad para respirar.

Recién ha circulado el resultado de una autopsia, supuesta, donde se afirma como razón de muerte una condición coronaria pre-existente y el presunto consumo de enervantes, por parte de la víctima.

Esta historia sucedió en la pequeña población de Powderhorn – que podría traducirse como “polvo de cuerno.” A partir del día siguiente, la trágica muerte de Floyd comenzó a sonar –como si fueran los cornos de Jericó– en todo el territorio estadounidense.

Las protestas masivas llevan andando seis noches y en varias ciudades, pequeñas y grandes, se han presentado actos de violencia por el choque entre la policía y los manifestantes.

Entre cientos de poblaciones los disturbios crecen en Nueva York y Los Ángeles, en Fargo en North Dakota y en Lincoln en Nebraska

En revancha, el presidente Donald Trump ordenó a la Guardia Nacional que ocupe Minneapolis con más de 10 mil efectivos, y la misma suerte pretende imponer en todas las poblaciones donde los manifestantes reclamen airadamente por la muerte de George Floyd.

Apenas ayer, antes del medio día, el presidente de Estados Unidos advirtió que su gobierno iba a perseguir a ANTIFA como organización terrorista.

Es absurdo pretender que el grupo de personas asociados en ANTIFA pueda ser designado, igual que si se tratara de integrantes de la extinta Al Qaeda.

De acuerdo con las leyes estadounidenses, para que así sucediera tendría que probarse que estos convocantes a las marchas “actuaron premeditadamente, con motivaciones políticas violentas en contra de sujetos no beligerantes a través de agentes clandestinos.”

En los hechos ANTIFA es un movimiento fundado para luchar contra el fascismo, el racismo, el sexismo, la homo/transfobia, el anti-semitismo, la islamofobia y los prejuicios en general.

Es una paradoja de nuestra época que la causa de la libertad pueda ser señalada como un acto terrorista.

La politización del racismo es el detonante que incendió al país vecino. Durante poco más de diez años los ánimos discriminatorios han sido inflamados desde la cúpula del poder político y Donald Trump es una de las voces más activas de este discurso detestable, arrojado contra las minorías hispanas, asiáticas, árabes y afrodescendientes.

Se suma ahora que estas mismas poblaciones estén siendo las más vulnerables frente a los estragos del coronavirus.

El obvio telón de fondo de esta realidad son las 106 mil personas que han perdido la vida durante la pandemia, en parte por una conducción política de la crisis que ha sido tardía, descoordinada e indolente.

La tragedia de George Floyd condensa las partículas más explosivas de una sociedad que extravió cualquier sentido de comunidad. Al origen de este malestar social se encuentra la polarización de las identidades y las ideas, pero sobre todo la demonización implacable contra el otro.

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hay dos tipos de líderes en nuestra época, los que se cargan de legitimidad demonizando a quien no piensa como ellos, y los que lo hacen procurando la reconciliación de las diferencias. Si me dejan escoger –porque temo harto la vileza de los primeros– preferiré siempre a los segundos.

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