El año 2025 concluye con una coincidencia temporal que no es menor: se cierra el primer cuarto del siglo XXI y, con él, una etapa particularmente intensa de la historia constitucional mexicana.
Veinticinco años bastan para advertir que la Constitución ha dejado de ser un documento excepcionalmente reformado para convertirse en un texto sometido a una revisión casi permanente. La pregunta relevante ya no es cuántas veces se ha modificado, sino qué nos dice ese impulso reformador sobre la forma en que entendemos al Estado, al poder y a los derechos.
Desde el año 2000 hasta hoy, México ha aprobado 112 reformas constitucionales. El reparto por sexenio muestra una curva ascendente difícil de ignorar: 17 entre 2000 y 2006; 22 entre 2006 y 2012; 28 entre 2012 y 2018; 34 durante el periodo 2018–2024; y 11 más entre 2024 y 2025. No se trata únicamente de una mayor actividad legislativa. Es la expresión de una cultura política que ha normalizado la idea de que los grandes dilemas públicos se resuelven —o se aplazan— mediante la modificación del texto constitucional.
Algunas de estas reformas redefinieron la fisonomía del Estado mexicano. La reforma de derechos humanos de 2011 cambió el lenguaje constitucional y, con ello, la lógica del sistema jurídico: los derechos dejaron de ser concesiones internas para convertirse en obligaciones vinculadas al derecho internacional. La reforma político-electoral de 2014 alteró la arquitectura de la representación y de la competencia democrática. La reforma energética de 2013, y su posterior corrección en sentido contrario, evidenció que la Constitución también ha sido un campo de disputa ideológica sobre el modelo económico. Más recientemente, la reforma integral del Poder Judicial replanteó, con un alcance inédito, las reglas de acceso, permanencia y control de quienes juzgan.
Este cuarto de siglo también fue testigo de una expansión sostenida del constitucionalismo social. El texto constitucional incorporó derechos y políticas públicas en materia de salud, pensiones, discapacidad, educación, vivienda, movilidad, bienestar y protección animal. Se avanzó en la igualdad sustantiva, la paridad de género y el reconocimiento de pueblos y comunidades indígenas y afromexicanas como sujetos con un estatuto jurídico más robusto. En estos puntos, la Constitución se volvió más densa, más explícita y, en apariencia, más comprometida con la corrección de desigualdades históricas.
Pero toda expansión tiene un reverso. En paralelo, se adoptaron decisiones que estrechan el espacio de las garantías. La ampliación de la prisión preventiva oficiosa tensiona seriamente la presunción de inocencia. La progresiva militarización de la seguridad pública cuestiona la frontera entre lo civil y lo castrense. Y la restricción de los mecanismos de control constitucional frente a reformas de la propia Constitución introduce una idea inquietante: un poder de reforma que se coloca, en los hechos, más allá del escrutinio jurisdiccional.
Visto en conjunto, este cuarto de siglo no ofrece una narrativa simple de progreso o de retroceso. Lo que muestra es una Constitución utilizada como escenario principal de la disputa política, capaz de albergar tanto promesas de bienestar como mecanismos de concentración del poder. Quizá ahí radique la lección más inquietante del periodo: el crecimiento del texto constitucional no ha ido siempre acompañado de una expansión equivalente en la protección efectiva de los derechos.
El cierre de 2025 convoca a una reflexión necesaria. La estabilidad constitucional no depende de la inmovilidad del texto, sino de la nitidez de los límites que impone al poder. Estos veinticinco años muestran que reformar la Constitución es una tarea relativamente accesible; sostener, en cambio, derechos efectivamente exigibles, instituciones autónomas y mecanismos de control confiables es el desafío auténtico. Ese equilibrio, más que una reforma adicional, constituye la asignatura pendiente del próximo cuarto de siglo.
Especialista en Derecho y Política Jurisdiccional

