En México se ha vuelto habitual que el principio constitucional de laicidad sea manipulado en el discurso público para fines muy distintos a los que justifican su existencia. Uno de los terrenos donde esta distorsión se hace más evidente es en la relación entre el Estado y las prácticas culturales, rituales y espirituales de los pueblos originarios. La confusión no es casual: se utiliza como recurso político para legitimar decisiones, crear símbolos de poder o excluir a quienes ejercen derechos colectivos.
La laicidad, conviene recordarlo, es un principio que ordena la neutralidad del Estado frente a las confesiones religiosas. Su función es estrictamente institucional: impedir que el poder público adopte, privilegie o discrimine en razón de creencias. Este principio no se extiende a la vida social, ni mucho menos a la diversidad cultural de las comunidades indígenas. Sin embargo, con frecuencia se desplaza el debate hacia un terreno equivocado: se acusa a ciertos rituales originarios de “violar la laicidad” cuando se realizan en espacios públicos, o se les invoca como prueba de un supuesto “Estado pluriconfesional” que diluiría la neutralidad constitucional.
Esta manipulación opera en dos direcciones. Por un lado, se utiliza la laicidad como pretexto para invisibilizar prácticas indígenas. Se objeta que una ceremonia tradicional en una plaza pública compromete la neutralidad del Estado, cuando en realidad se trata de un ejercicio de derechos culturales y de libre expresión. Bajo este argumento, el principio constitucional se convierte en un instrumento de exclusión que reproduce la histórica marginación de los pueblos originarios.
Por otro lado, ocurre el fenómeno inverso: se instrumentalizan los rituales indígenas como forma de legitimación política. Gobiernos, partidos o liderazgos recurren a ceremonias tradicionales para dotar de una aparente “sacralidad” a sus proyectos o actos de poder. La invocación a símbolos ancestrales se convierte en una estrategia de legitimidad emocional, pero no en un auténtico reconocimiento jurídico de los derechos de las comunidades. En este contexto, la confusión entre laicidad y ritualidad indígena es funcional: sirve para construir un relato de cercanía cultural, mientras el principio constitucional es relativizado o reducido a una anécdota.
Ambos usos —la exclusión bajo el ropaje de la laicidad y la apropiación simbólica bajo el pretexto de la tradición— tienen un denominador común: desnaturalizan tanto el principio laico como los derechos indígenas. La primera estrategia convierte a la laicidad en un arma para silenciar expresiones comunitarias; la segunda convierte a las comunidades en ornamento de un poder que las utiliza, pero rara vez las empodera.
La consecuencia es perniciosa. En lugar de un Estado laico que garantiza el pluralismo, se configura un espacio público atravesado por tensiones: unas veces prohibitivo, otras veces folclorizante, casi nunca respetuoso. Se pierde de vista que los pueblos originarios no requieren de la laicidad para justificar sus tradiciones, ni la laicidad requiere de rituales indígenas para sostenerse como principio constitucional. Cada uno tiene su propia naturaleza normativa, y confundirlos deliberadamente genera efectos de exclusión o de instrumentalización política.
Los pueblos originarios, por su parte, cuentan con un marco normativo específico que garantiza el ejercicio de sus derechos culturales. El artículo 2º de la Constitución mexicana reconoce su derecho a preservar y desarrollar los elementos que constituyen su identidad, entre los cuales se incluyen prácticas rituales, espirituales y su propia cosmovisión. Este reconocimiento se complementa con instrumentos internacionales como el Convenio 169 de la OIT y la Declaración de las Naciones Unidas sobre los Derechos de los Pueblos Indígenas, que obligan a los Estados a respetar y proteger las expresiones culturales de las comunidades indígenas sin subordinarlas a categorías externas.
Esto implica, además, la necesidad de superar las concepciones coloniales del derecho que históricamente han reducido a los pueblos originarios a meros objetos de tutela o a instrumentos de representación simbólica. Es fundamental reconocer que los pueblos indígenas —ya sean nativos o asentados— no son responsables del proceso de colonización que los afectó, y que su condición actual deriva de una imposición histórica ajena a su voluntad. Asumir esta realidad constituye no solo un acto de justicia histórica, sino también un imperativo para la construcción de un orden constitucional genuinamente incluyente y respetuoso de la diversidad cultural.
El reto está en recuperar la claridad conceptual: la laicidad obliga al Estado a ser neutral; los pueblos originarios tienen derecho a la expresión cultural y espiritual. Cuando se confunden estos planos, no se construye un constitucionalismo más incluyente, sino un espacio público donde el poder decide qué tradición es válida y cuál no, según le convenga.
Por ello, la tarea crítica no es solo académica: es política. Exigir que la laicidad no sea un argumento para reprimir la diversidad, ni que las comunidades originarias sean convertidas en atrezzo legitimador, es parte de la defensa contemporánea de nuestro orden constitucional.
Porque un Estado que confunde categorías no es neutral: es un Estado que, bajo el disfraz de laicidad o tradición, termina subordinando derechos y principios a intereses coyunturales. Y cuando los derechos se subordinan, lo que se erosiona no es la neutralidad, sino la democracia misma.






