Cuando América Latina aparece en nuestro pensamiento, muchas veces lo hace condicionada por las miles de imágenes que nos han llegado de ella a través del cine.

Imágenes que hoy quedan suspendidas como ecos repetidos en el inconsciente colectivo.

Es lógico, en estos tiempos de explosión audiovisual las imágenes se convierten en un refugio para nuestros sentidos y conciencia, porque el mirar de frente al mundo que hoy habitamos se ha convertido en un gran acto de valentía. Pero ¿y si el cine es más poderoso de lo que pensamos? ¿Y si dejamos de concebirlo como una mera expresión artística, un simple vehículo de entretenimiento y lo convertimos en un agente de cambio, capaz de generar ondas expansivas?

En estos tiempos, precisamente gracias al cine y al consumo del contenido, América Latina ha recorrido los cinco continentes. Pero no se trata sólo de eso, sino de los mensajes que reciben millones de personas alrededor del mundo sobre nuestra región, sus colores, su gente, su poesía, su arte, su humanidad.

Narcos y balas. En el último lustro, los capos de cárteles se han erigido como superhéroes en incontables series de televisión en las que la violencia y el machismo suben en la pirámide de aspiraciones colectivas y la conquistan a ojos de todos como si salvarán al mundo.

En 2020, el Instituto Nacional de Estadística y Geografía (INEGI) reportó 35,579 homicidios en México, una cifra que se supera año tras año. El 80% de los asesinatos corresponden al narcotráfico, según la ONG Semáforo Delictivo.

Si bien la problemática es profunda y multifactorial, es mi responsabilidad preguntarme si esas series y ese cine, en lo que asumo en un inicio fueron un intento de apuntar el reflector a la oscuridad con el fin de comprenderla y transformarla, hoy han terminado por convertirse en esclavos de la misma. Y es que la línea es muy delgada. El intento de generar conciencia se entrecruza con las disuasiones de nuestro ego, que como un camaleón astuto busca proyectar nuestro dolor en la pantalla, en aquellas balas y aquellos actos de violencia inhumana, encontrando una excusa para justificar nuestro propio deseo de venganza.

Dejando el narco a un lado y yéndome mucho más atrás en el tiempo, están las telenovelas, las cuales siguen siendo consumidas por gran parte de Latinoamérica y el mundo, al tiempo que sellan la imagen estereotípica que se asocia con nuestra región más allá de sus fronteras. Aun cuando somos mucho más que eso. Mucho más.

Las telenovelas muestran una plétora de personajes incapaces de cuestionarse que somos parte de un todo ajeno a nuestros dilemas melodramáticos. Un contenido válido como todo, pero incapaz de crear mentes reflexivas, que puedan auto cuestionarse desde un lugar libre de prejuicios, libre de códigos dañinos impuestos por un sistema, que tanto nos ha confundido y lastimado. Un contenido que cumplió un propósito en su tiempo, pero que hoy necesita con urgencia ser transformado.

Como CEO de Talipot Studio, un estudio de cine y televisión radicado en nuestro país, pero con visión internacional, creo que es responsabilidad de los cineastas resguardar la memoria, las costumbres del lugar que les dio la vida, pero también imaginar su futuro: lo anhelado, lo que nos han dicho que no somos pero que somos en realidad, esa reconciliación que tanto buscamos, aquello que está por florecer y que puede ser si tan sólo empezamos por imaginarlo. Eso que no se ha mostrado aún de América Latina.

Para lograrlo, debemos entender que las historias en Latinoamérica son universales, porque hoy el mundo es universal. Nos guste o no, todos somos lo mismo. Desde una historia de amor en mitad de la dictadura argentina como El secreto de sus ojos (Juan José Campanella, 2009); hasta un viaje al corazón de la infancia en Güeros (Alonso RuizPalacios 2014); Latinoamérica expone al mundo su lado más noble, y les recuerda a otros que las verdades universales son de todos, y que pueden ser el lenguaje secreto para recuperarnos no sólo como latinos, sino como especie.

No es cuestión de premios, ni de que alguien externo nos reconozca. Se trata de reconocernos a través de nuestras historias, de observar nuestras raíces latinas con profunda admiración y respeto. De dejar de mirarnos distintos y contradictorios, para vernos como complementarios e iguales. Sólo así podremos dejar de proyectarnos en nuestro cine a partir de una construcción ficticia de lo que otros nos han dicho que nos representa simplemente por haber nacido en esta parte del continente americano.

Sólo si hacemos universal lo particular, podremos empezar a cambiar nuestra percepción de nuestros pueblos y a guiar a aquellos que los poblarán cuando nosotros ya no habitemos este mundo. La responsabilidad es mayúscula y la transformación suena a quimera. Precisamente por ello no podemos dejar de intentarlo. Es hora de volver a contarnos.

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