Parece que vivimos el periodo más rápido de la historia. La única constante en este mundo cambiante es que nuestras vidas tienen que ir cada vez más rápido, como si el tiempo fuera arena que se nos cuela por los dedos mientras buscamos acumular más y más experiencias. Intentamos poner al tiempo contra sus límites, aún sin comprender muy bien dónde se encuentran.

Si a esto le sumamos que la digitalización ha acelerado la divulgación mediática de todo tipo de información y contenido, haciendo que las tendencias ahora tengan un periodo de vida mucho más corto, la sensación de creer que ya nada nos alcanza y todo nos sobrepasa es una suerte de agonía compartida.

El movimiento incesante de los estímulos que nos rodean afecta a la forma en que procesamos nuestra vida y nuestras experiencias, casi sin poder concederles el tiempo requerido para que éstas se vuelvan significantes. Y, quizás, lo que resulta tan abrumador de esto es saber que esta sensación de velocidad incontrolable sólo irá en aumento.

En el cine, en cambio, el tiempo se puede palpar, mover, manipular. Es un alivio. Desde la simple decisión de acortar una escena o alargarla, el cine nos otorga cierta autoridad sobre él. Lo podemos domar.

En sus interminables formas de representar la realidad, el cine es capaz de ofrecer distintos prismas desde los que interpretar el tiempo, así como incidir en la duración de una experiencia y en la acción de recordarla.

Ya en el cine japonés de los 50, Yasujiro Ozu nos invitaba a ver la vida desde una altura diferente con su tatami shot, percibiendo el tiempo y el espacio desde la perspectiva reflexiva que otorga estar sentado en un tatami.

La literatura, arte primigenio sin el que no podría entenderse el cine, también ha tratado de domar el tiempo en incontables ocasiones. Si el tiempo que proponía Ozu era denso y casi palpable, en “Bullet in the brain”, del escritor Tobias Wolff, el tiempo es inasible: en el milisegundo en que una bala impacta en nuestro cráneo puede caber toda una vida.

Hollywood también ha mostrado su interés en dominar al tiempo y ponerlo a prueba. En "Arrival", Dennis Villeneuve retuerce la relación espacio-tiempo, la dilata y nos muestra qué pasaría si el tiempo realmente fuese una ilusión sujeta a nuestra percepción y a nuestro ego.

El cine también puede funcionar como una máquina del tiempo que nos permite asimilar aquellas épocas que nunca vivimos, cambiando la historia no desde los hechos, sino desde la perspectiva con la que vemos los mismos.

La ficción histórica vive un momento dulce, con producciones de exquisita factura, rigor histórico e imaginación galopante. Si pensamos que el tiempo es cíclico, o en el eterno retorno de Nietzsche, el cine es un buen antídoto para no volver a caer en viejos errores del pasado. Ya saben lo que dicen, un pueblo que no conoce su historia está condenado a repetirla.

Hay una última forma que tiene el cine de dominar al tiempo, y quizás sea la más valiosa de todas: su capacidad de acaparar la atención de la audiencia por encima de su propia vida durante dos horas, ya sea dentro de una sala oscura o en la calidez del hogar, acompañados o en completa soledad.

El cine ofrece un escape de nuestro tiempo y espacio. Toda una utopía en estos momentos en los que no se nos permite parar. No es de extrañar que desde hace más de un siglo hayamos tratado de domar el tiempo a través de una cámara. No es un capricho del cine. Es una necesidad humana.

Hoy, quizás, más que nunca.

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