Semanas atrás, el Financial Times presentaba una nota sobre turistas de Singapur vacacionando en Suiza, Italia y España. Al enterarse del brote de coronavirus y la virulencia que alcanzó en Europa occidental, los singapurenses manifestaban alivio de regresar a su país donde, “a diferencia de aquí” hay “un estado serio que protege la salud de todos.” El éxito y la prosperidad compartida de Singapur son atribuibles, en muy buena medida, a los gigantescos alcances intelectuales, visión internacional y solvencia técnica en el gobierno de Lee Kuan Yew. Posiblemente este hombre sea, junto con Bismarck en Alemania, un caso excepcional en la historia de la humanidad que, en el curso de sus años al frente del país, logró convertir una isla miserable en una súper potencia económica y tecnológica de talla mundial. En 1965, cuando Lee Kuan Yew era un joven Primer Ministro, la prensa internacional suponía que Singapur ni siquiera tenía posibilidad de sobrevivir como nación independiente. El pronóstico señalaba que Singapur sucumbiría al hambre, ataques terroristas, la inseguridad pública o todas las anteriores. Para 1990, Lee Kuan Yew había transformado Singapur en el país con el mejor aeropuerto del planeta, el puerto comercial más transitado de la Tierra y el cuarto PIB per cápita más alto del mundo. Los estudiantes de Singapur ocupan el primer lugar de matemáticas, ciencia y comprensión de lectura entre los países de la OCDE, así como el máximo dominio del inglés en toda Asia. Sus universidades tienen 20% de estudiantes extranjeros y su sistema de salud con cobertura universal garantiza la esperanza de vida más elevada del mundo, la tasa de mortandad infantil más baja de la Tierra y niveles de obesidad menores al 10%.

Desde enero, cuando se presentaron los primeros casos de coronavirus en China, Singapur empezó a monitorear a los visitantes del exterior y colocar en cuarentena a quienes daban positivo en las pruebas. No tuvo que imponer restricciones tan duras en la actividad económica. El gobierno desarrolló una aplicación telefónica Trace Together (Rastreando juntos) para identificar contagios y sus contactos. No obstante, es preciso moderar el excesivo entusiasmo tecnológico. Los especialistas reconocen que la tecnología no sustituye procedimientos de rastreo humano o la aplicación masiva de pruebas, ni puede resolver errores de diagnóstico, falsos positivos, etcétera. Además, produce tensiones muy severas con el derecho a la privacidad.

De enero a abril, en Singapur solamente se habían registrado 18 muertes por COVID-19. Parecía que Singapur se convertiría en ejemplo mundial contra el coronavirus. Súbitamente, el mes pasado se produjo un rebrote. Cuando parecía regresar cierta normalidad, las primeras dos semanas de abril, los contagiados aumentaron un 60%. La mayor parte de los nuevos casos eran importados por trabajadores migrantes que regresaban a Singapur de naciones pobres, pero se dificultó el rastreo de contactos locales. Cuidado con la xenofobia. Los migrantes trabajan en construcción, transporte y servicios domésticos, empleos de alto contacto físico. Actividades consideradas esenciales, siguieron operando regularmente. Viven en condiciones de hacinamiento con duchas colectivas. Asintomáticos, varios de los enfermos contagiaron a sus colegas. Sabemos, gracias a Singapur, que la falta de cautela en la reapertura y un rebrote pueden ser más devastadores que el brote inicial. Estamos tan protegidos como el más hacinado y menos higiénico de nuestros espacios públicos o nuestras viviendas de interés social. Si no mejoramos las condiciones de higiene de las colonias más pobres, todo el país vivirá expuesto a riesgos de salud. Parece evidente y sin embargo, no estamos hablando de eso.

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