Hay pocas cosas de las que podamos tener certeza: la muerte, los impuestos y la estupidez de los legisladores mexicanos. Por una de esas circunstancias propias del surrealismo nacional, la reforma electoral del 2014 cambió los plazos del calendario institucional mexicano sin que nadie se diera cuenta del empalme de fechas entre dos legislaturas. El Universal ha documentado esta crisis desde hace más de una semana. La reforma estableció que el presidente de México iniciará funciones el primero de octubre de 2024, pero también adelantó el inicio del Congreso al primero de agosto. No obstante, la legislatura que inició en 2021 concluirá funciones el 31 de agosto de 2024. Así, durante el mes de agosto del año entrante coincidirían dos legislaturas simultáneamente, lo cual podría producir una crisis constitucional. Dejemos de lado que ya existen propuestas de soluciones por la vía de legislación secundaria y/o constitucional.

Lo sorprendente aquí es que nadie se haya dado cuenta de esta situación y advertido sus implicaciones hasta ahora. ¿Dónde estaban los investigadores especializados en el estudio del Congreso, los periodistas que cubren la fuente legislativa, y ya no digamos los mismos legisladores? ¿Los think tanks, las ONGs, las consultoras internacionales, de verdad nadie se dio cuenta? El incidente es muy revelador de la escasa atención que la sociedad mexicana le presta al poder legislativo. Tan marcada es la cultura presidencialista que ni los historiadores han producido biografías de grandes legisladores mexicanos, pues a nadie, ni siquiera a los intelectuales, le interesa el poder legislativo. Los mismos legisladores desprecian su cargo y no creen en la carrera parlamentaria, sino que lo ven como un trampolín para saltar a una gubernatura, una secretaría de estado o la Presidencia de la República. Esto explica la baja calidad del debate público y no pocas de las tragedias políticas que hemos vivido este sexenio. Esta legislatura será recordada primordialmente por las reformas que tuvo que echar abajo la Suprema Corte de Justicia de la Nación en la medida que no se cumplió con el procedimiento legislativo más elemental. La falta de profesionalismo de los legisladores solo les preocupa a los analistas hasta que suceden situaciones tan escandalosas como el llamado “viernes negro” (28 de abril).

Antes de la elección intermedia de 2021 escribí en este mismo espacio ( ) la necesidad de dar seguimiento a la selección de perfiles en todos los partidos para el poder legislativo. Advertí que, por los nombres filtrados de las listas plurinominales, tendríamos una legislatura de vergüenza. El pronóstico se cumplió a cabalidad. Hubo quien dijo que debíamos celebrar la llegada de diputados más jóvenes (no se ría). Equiparar juventud con calidad política es demagogia pura. Urge un servicio civil de carrera en la integración de los cuerpos de asesores especializados dentro de cada comisión, para que no sean los diputados quienes regalen posiciones técnicas a sus allegados. Así sucede en otros parlamentos del primer mundo. El legislador tiene derecho a nombrar una persona de confianza como su secretario particular, el resto son servidores públicos profesionales al servicio de comisiones específicas, no de un diputado o senador. El ascenso de los empleados técnicos depende de una estructura burocrática profesional basada en el mérito, no en la lealtad partidista. La representación partidista es justamente la que se da con el voto por un legislador u otro. Refrendo las palabras con las que cerré mi artículo hace dos años. Mucha gente sueña con un gran presidente mexicano. Yo sueño con varias generaciones de legisladores de calidad que obliguen al ejecutivo, sea quien sea, a portarse como estadista. No lo veré en la siguiente legislatura.

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