Apruebo o rechazo. Dos palabras simples que marcarán un parteaguas en la trayectoria democrática chilena el próximo 4 de septiembre, fecha en la que la ciudadanía determinará si la propuesta de texto elaborada por la Asamblea Constituyente sustituirá o no al régimen legal heredado de la dictadura militar de Augusto Pinochet. A lo largo de la historia, las constituciones han expresado las realidades y necesidades de cada espacio y tiempo determinado. De ahí que no puedan mantenerse estáticas, ajenas a los cambios naturales en las sociedades. El caso chileno no es la excepción; la constitución actual se ha reformado por lo menos 52 veces desde su creación. Este último esfuerzo se erige bajo la esperanza de lograr un cambio sustancial mediante una transformación de las reglas del juego.

Chile llega a esta coyuntura tras años de conflictividad que detonaron en el estallido social del 2019 y que, pese a las divergencias y diversidad en los movimientos, lograron articular la demanda de cambio constitucional ante un sistema que no da respuestas, una élite gobernante carente de rumbo y un conjunto de leyes que ya no obedecen a la realidad presente. Sin embargo, el anhelo inicial de cambio que se reflejó en el 78 por ciento que votó a favor de una nueva propuesta en el Plebiscito Nacional del 2020, ahora contrasta con el aplastante rechazo de poco más de la mitad de la población. Contradictoriamente, de acuerdo a cifras de la encuestadora Cadem, el 74 por ciento de las y los chilenos consideran que, de ganar el rechazo, debería de abrirse otro proceso para redactar una nueva propuesta de constitución.

Tanto los datos mencionados como las noticias sobre cómo se vivió el proceso de redacción de la nueva Carta Magna plantean serios retos para la democracia deliberativa, los modelos de participación ciudadana y el futuro de este tipo de ejercicios en la región. Quizá la alerta más trascendente es la razón detrás del cambio diametral en la aprobación. La decisión, también votada en el plebiscito, de que el proceso estuviera a cargo únicamente de la ciudadanía sin la participación de miembros del Congreso tenía como intención que fuera una discusión amplia y representativa de la sociedad. Pese a que cada artículo fue aprobado por dos terceras partes de sus integrantes, la Asamblea Constituyente no logró encontrar dichos consensos sin perder cierta legitimidad durante el proceso. Una serie de comportamientos poco serios, intercambios agresivos y posiciones que pusieron encima la pasión de las filias sobre la razón ensuciaron en gran medida al nuevo proyecto de nación, dinamitando los supuestos de imparcialidad, bien común y autonomía.

Por su parte, la desinformación y la polarización no han sido ajenas a este ejercicio. En una lógica de absolutos, la interpretación radical y en ocasiones poco fundamentada de los artículos ha sido uno de los principales costos durante este proceso al abonar a la incertidumbre y el miedo que de por sí plantea cualquier momento de ruptura. Pese a las acusaciones de distintos bandos opositores, en realidad algunas de las propuestas más radicales y las demandas más urgentes, tales como el derecho a la vivienda o la nacionalización de ciertos metales, no alcanzaron lugar en el texto. Sin embargo, la repetición de discursos falsos, lejos de ser generadores de una opinión pública informada, han buscado apelar a ciertas creencias y sentimientos comunes para buscar apoyo a una determinada postura, erosionando el ejercicio democrático.

Finalmente, es evidente que existe claridad en la necesidad de romper con el orden previo, pero no se cuenta con la misma certidumbre sobre el nuevo paradigma en construcción. Algunos de los cambios más sonados incluyen el establecimiento de la paridad de género en todos los órganos colegiados; la sustitución del Senado por una ‘cámara de regiones’ que otorgue una mayor representatividad a los territorios; así como la creación de tribunales indígenas regidos bajo un mismo poder judicial. Otro punto clave es el cambio identitario, en donde Chile pasaría a ser un Estado plurinacional y pluricultural. Pese a que esto ha puesto alarmas sobre la posible pérdida de la unidad estatal, las dinámicas de clasismo y racismo que arrastra el país amerita el máximo reconocimiento de los derechos de los pueblos indígenas. Por su parte, la mayor victoria proclamada fue el marcar la transición de un Estado subsidiario a un Estado social que tenga una mayor responsabilidad en la provisión de bienes y servicios.

Inicialmente, el intento desesperado de revertir las condiciones actuales se vio manifestado en los 388 artículos que conforman el texto, convirtiéndolo en uno de los textos constitucionales más largos de ser aprobado. Sin embargo, el viraje reciente en la aceptación del proyecto parece indicar cierto reconocimiento de que el apruebo o el rechazo no bastan en sí mismos. A semanas de la decisión final, las tendencias versan sobre dos sentidos: rechazar para reformar, reconociendo que la constitución actual no tiene cabida, pero puede ser modificada paulatinamente; y aprobar para reformar, para quienes prefieren aprobar la propuesta, pese a no estar completamente de acuerdo con ella, y realizar los cambios correspondientes.

Ambas tendencias indican que, independientemente del resultado, los verdaderos cambios vendrán de reglamentaciones posteriores, aunado a una correcta implementación de las modificaciones planteadas y de la capacidad estatal de recaudar los recursos necesarios para mantener un Estado de bienestar robusto. Esta conclusión plantea la falsa paradoja de los ejercicios de democracia directa, nublando el clima celebratorio entre grandes deficiencias y contradicciones. Las nuevas leyes no eximen la intervención de los órganos estatales ni la dependencia en los funcionarios a cargo. Ambas condicionantes marcan un retorno inevitable al origen del malestar social. La ciudadanía tuvo en sus manos el poder de cambio, pero ante los propios vicios del modelo representativo, su potencial se ha quedado corto. Sin duda el proyecto constitucional chileno abre nuevos caminos; pero el largo trayecto que viene después es lo que determinará si llevarán a un mejor puerto.

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