A lo largo de mi carrera he escuchado todo tipo de historias, aquel hombre que conocí por azares del destino en locutorios del Reclusorio Norte, quien no sabía leer ni escribir y estaba siendo asesorado por su defensor de oficio para que confesara y así, la pena sería más baja.

Los ricos que gozan de privilegios en la cárcel como chef privado, celulares, pantallas enormes e incluso pueden planear eventos con artistas que van al interior del reclusorio a entretenerlos.

La mujer que fue acusada de un robo que no cometió de tan solo $800.00 pesos y que tuvo que declararse culpable para que le dieran una pena de 1 año 6 meses de prisión, pues de lo contrario, al ser su contraparte un policía judicial podían ser hasta 14 años.

Aquellos que fueron torturados con el fin de hacerlos confesar y quienes después de pasar largos años en prisión fueron declarados inocentes.

Los que sí cometieron algún delito pero que sin importar los motivos viven en condiciones inhumanas, en cárceles donde el hacinamiento es la principal característica y no hay espacio para la reinserción social.

O bien, los casos más sonados que representan las más grandes “injusticias de género” –cómo yo les llamo-. Funcionarios del sexenio pasado como Emilio Lozoya, ex director de Pemex, quien está en su casa gozando de prisión domiciliaria siendo acusado de lavado de dinero, a diferencia de Rosario Robles ex titular de la Secretaría de Desarrollo Social a quien se le imputa un delito no grave y lleva en la cárcel más de un año por supuesto riesgo de fuga.

Yo me pregunto, ¿cuál fue el criterio de los jueces en cada caso para determinar que Rosario Robles tiene mayor riesgo de fuga que Emilio Lozoya?

Así de absurdo es nuestro sistema de justicia penal, indignante lo que estamos viviendo hoy en día, que en lugar de ir progresando poco a poco parece que vamos de reversa.

Qué pasa con los jueces que dejan libres a aquellos que sí deben de estar en prisión y que mantienen adentro a los inocentes con el fin de cumplir con las estadísticas que les requiere el Estado.

O aquellos que mandan a ex funcionarios públicos a hospitales privados por anemia o enfermedades menores, pero hay cientos muriéndose por COVID-19 dentro de las cárceles.

¿Llegamos a este punto por el grado de corrupción que se vive en el país o simplemente nuestro sistema de justicia penal fracasó?

En México la impunidad alcanza hasta el 96%(1) de los delitos que se cometen y es en gran medida por la corrupción que se vive entre los cuerpos policiacos, las autoridades que investigan los crímenes y los juzgadores.

A dicho porcentaje también se le suma la poca confianza que tienen los ciudadanos en las autoridades pues consideran que denunciar es una pérdida de tiempo.

La corrupción no solo significa impunidad, también representa aquellas personas que están pagando en prisión por delitos que no cometieron, pero que como alguna vez me dijeron: “alguien tiene que pagar”.

Los mexicanos ya no confiamos en el sistema de justicia penal, es hora de exigir cuentas, que las autoridades no se tomen su trabajo a la ligera, los Fiscales y Ministerios Públicos investiguen como se debe, sin violaciones al debido proceso, y los jueces y magistrados juzguen con preparación y completa imparcialidad.

Debemos de entender que si no se reduce la corrupción, México no va a avanzar y para lograrlo, el cambio debe empezar por nosotros mismos, fomentando la ética entre abogados y autoridades, sin esperar que por un acto de magia, el país empiece a prosperar.

*(1) México Evalúa, 2018.

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