Por Pedro A. Reyes Flores

La evidencia es tan abrumadora que es imposible seguir ignorando o negando el problema: la humanidad está enfrentando una crisis eco-social sin precedentes.

En el marco de sus reuniones anuales en Davos, Suiza, el Foro Económico Mundial publica a la sazón, un Global Risk Report cuyo objetivo es hacer un diagnóstico del estado del mundo en términos de seguridad. Aunque cada reporte parece más grave (y deprimente) que el anterior, me gustaría recordar el contundente prefacio de la edición 2018:

“Además de tratar una multitud de problemas locales discretos, la humanidad se enfrenta a nivel global a un número creciente de desafíos sistémicos, incluidas fracturas y fallas que afectan a los sistemas ambientales, económicos, tecnológicos e institucionales en los que se apoya nuestro futuro”.

La convergencia de estos “desafíos sistémicos” han dado origen a una gravísima "crisis civilizatoria" cuyo vector más determinante es la degradación medioambiental porque marca claros límites a la expansión de la civilización.

Aunque muy mediatizado, el cambio climático es sólo la punta del iceberg (la metáfora nunca fue tan pertinente) de toda una serie de presiones humanas sobre los principales servicios ambientales del sistema-Tierra, fundamentales para la vida humana.

Pero esta situación era previsible. Desde la década de 1970, los científicos nos han advertido que la dinámica de consumo y extracción de energía y de recursos no renovables, así como el aumento exponencial de la población y de la contaminación, está llevando a las sociedades industriales hacia un precipicio donde el colapso social es matemáticamente probable.

Cada año llega un momento—el overshoot day—en el que nuestro consumo anual de recursos excede la capacidad del planeta de regenerarlos. El 22 de agosto fue el día de 2020 a partir del cual comenzamos a vivir a “crédito” ecológico. Más grave aún, se habla de que la civilización capitalista termo-industrial habría empujado a la Tierra a una nueva época geológica: el Antropoceno. El mórbido legado de la fuerza destructiva del capitalismo fósil.

La impredecible pandemia del SARS-CoV-2 ha sido tan disruptiva porque no llegó en condiciones de “paz y prosperidad”, sino en el contexto de un mundo perturbado e incierto. Su potencia desestabilizadora ha sido tal que ha generado toda una serie de fallas sincrónicas en diferentes subsistemas críticos de la civilización humana: energéticos, financieros, comerciales, alimentarios, institucionales. Fallas que estarían catalizando la crisis civilizatoria con singular velocidad.

Es claro que las respuestas gubernamentales ante la crisis civilizatoria son insuficientes en el sentido en que no se plantea una discusión seria sobre sus causas estructurales.

Desde hace algunos años, el ecologismo ha cobrado fuerza, permeando en las instituciones y en los discursos políticos y creando la ilusión de que por fin “algo” se está haciendo por el medioambiente bajo la bandera del “desarrollo sostenible”. Y digo “ilusión” porque un examen crítico del problema muestra que el desarrollo sostenible, tal como ha sido aplicado por el poder económico-político, ha reforzado la idea según la cual se puede seguir creciendo ad infinitum y al mismo tiempo respetar los límites medioambientales. En otras palabras, que el crecimiento puede ser verde. Una burda impostura fácilmente desmontada por el segundo principio de la termodinámica.

Debemos abandonar el mito según el cual la prosperidad y el bienestar sólo pueden asegurarse mediante el crecimiento continuo. No podemos seguir abordando los problemas medioambientales como problemas económicos que sólo requieren de inversión, innovación y eficiencia para resolverse.

Por lo menos en México, la ruta está llena de obstáculos. Nuestra dependencia endémica al petróleo, la corrupción de la clase política, la presión de las corporaciones extractivistas, la desigualdad, la violencia y las aspiraciones de las masas sedientas de consumo, hacen suponer que la transición hacia la sostenibilidad será una lucha larga y desgastante.

La agenda “transformadora” de la actual administración es un espejismo: mientras se siga apostando por los combustibles fósiles en medio de la peor crisis eco-social de la historia humana, no podrá haber cambios verdaderos. Y es que, paradójicamente, la “cuarta transformación” implica continuidad. Continuidad con las mismas lógicas de crecimiento incesante, con la explotación de los recursos naturales, con el despojo institucionalizado y con la protección de los intereses del capitalismo extractivista que juró combatir. La 4T es, aunque muchos lo nieguen, neoliberalismo revestido de progresismo. Estas son las obvias contradicciones de un proyecto sobrepasado por sus propias promesas.

Frente a la convulsa situación, el camino fácil es apostar por fórmulas políticas simplistas, maniqueas y dogmáticas, completamente desligadas de los imperativos de sostenibilidad y que sólo ofrezcan cambios retóricos y no estructurales. Sin embargo, la gravedad de las amenazas que enfrentamos como civilización nos obliga a apostar por el camino difícil: por proyectos que generen transformaciones económicas, políticas y culturales profundas donde la sostenibilidad sea un pilar.

Esa es la más importante “condición de supervivencia” para el siglo XXI que supone demoler grandes murallas psicológicas, deconstruir narrativas históricas deterministas y luchar contra el statu quo económico-político-cultural. Y si no lo hacemos voluntariamente, las propias limitantes biofísicas de un planeta degradado y exprimido por varios siglos de actividad termo-industrial, nos lo impondrán de la manera más violenta posible.

Es esencial advertir sobre los riesgos, pero lo es también insistir en las oportunidades que se abren ante nosotros. La posibilidad de que una catástrofe civilizatoria se produzca puede llevarnos a reaccionar como sociedades e individuos, sembrando las semillas de un futuro próspero. Se puede crear “orden a partir del caos”, diría Ilya Prigogine. Pero para ello es urgente una reacción colectiva y cooperativa con objetivos éticos y emancipadores. Somos la última generación que puede evitar el peor y más oscuro de los escenarios: el colapso.

Google News