Por: Sharon Borja y Pedro Isnardo De La Cruz

Racismo en México. Es una conversación cíclica, que se posterga por mucho tiempo.

Y no es porque no hayamos hablado de ello.

Tampoco es porque la investigación académica no lo haya estudiado o los medios no le hayan prestado atención.

En ocasiones surge el tema, episódicamente, como si finalmente se hubiera sacado la tierra de la alfombra, para revelar el elefante del racismo que nuestra sociedad mexicana se esfuerza tanto por ignorar.

Sin embargo, la conversación sobre el racismo en México es arrastrada por la marea de atención de las celebridades sobre el tema, y luego se retira cuando las cámaras se desplazan a otro tema de moda.

Desafortunadamente, incluso después de que las luces han brillado en otro lugar, y la atención de los medios se corta, las personas como nosotros, cuyo color de piel refleja el rico tono de paleta de la tierra, o de quienes cuyas vidas están en las intersecciones de identidades marginadas, continúan viviendo y caminando en una sociedad donde el racismo es una convicción internalizada, como una especie de segundo código genético que ha de padecer sin réplica, o como la caja negra de sorpresas que se nos receta en silencio, o que podemos recetar a los demás, arbitraria, visceral y selectivamente.

Durante esos breves momentos en los que el racismo está en el centro de atención, la conversación se centra en la falta de representación de las personas de piel morena u oscura e indígena en la industria cinematográfica, el deporte y la moda.

Cuando Yalitza Aparicio, de origen mixteca, saltó a la fama en la película Roma, las discusiones sobre el racismo aumentaron.

Pero esto es un oleaje, dos gotas de un problema social arraigado en la psique, en la biología, en los cuerpos, en la compleja cotidianidad de la hipocresía social, que hace catarsis en las redes sociales y en los desencuentros cotidianos, o que puede disfrazarse y normalizarse como la impunidad no visibilizada de nuestras violencias dosificadas, en el carácter insufrible del mar de fondo racista al que se está expuesto.

Pero sabemos que en realidad está presente en todas las esferas donde nos relacionamos y nos construimos, siempre se busca una salida políticamente correcta, pero cuya pragmática y vivencia de dolor y violencia silenciadas, postra al aislamiento brutal, a la indignación, a la micro injusticia, en contextos que nos colocan como verdugos y víctimas permanentes de nosotros mismos.

No falta la oportunidad para lograr sacar a flote los demonios íntimos del racismo -sutil o descaradamente-, pero acaso, sobre todo, hace falta un examen personal, íntimo, de reconocimiento de los sesgos racistas que nos habitan. Lo impulsaremos con una estrategia multidisciplinar.

Mientras, las organizaciones civiles y las universidades se han enfocado tanto en la representación, organizan talleres contra el racismo para abordar los prejuicios, los referentes históricos, mientras destacan la conexión entre el racismo y la justicia.

Los economistas han demostrado cómo el racismo se manifiesta en las posibilidades de movilidad social intergeneracional.

Incluso el racismo dentro de los algoritmos detrás de la Inteligencia Artificial ya ha sido objeto de discusión en el ámbito de las organizaciones internacionales y académicos.

Pero ¿por qué no hemos discutido cómo el racismo es en realidad una experiencia multisensorial, encarnada, que juega un papel importante en la configuración de nuestra salud física y mental?

Porque aún sin quererlo, los cuerpos somatizan el dolor psíquico de ser excluidos de oportunidades debido al color de la piel, de quedarnos atrás en comparación con los pares, que cosechan los beneficios de tener el tono de piel de sus ancestros que colonizaron territorios, saquearon nuestras tierras e impusieron su reloj socio histórico clasista: de ser vigilados en lugares donde nuestra mera existencia se considera una amenaza, porque para aquéllos el color de piel grita deshonestidad y peligro.

El que grita y presume su gesto y ofensa racista, ejerce al extremo ésa disposición natural que Elías Canetti identifica en la historia de la humanidad: clasificar a los demás, recordarle de qué no está hecho, adónde no pertenece, quién manda aquí y allá, en la desfachatez de existir y hacer ver la estatura de su presencia ante su victimario.

Pero esto ni siquiera puede enmendarse, incluso cuando el daño, la ofensa y el alarde de superioridad ya está hecho.

Es como una violencia perfecta, que no tiene circularidad en su imposibilidad de reivindicación.

La epidemióloga de la Universidad de Harvard Nancy Krieger afirmó: "Llevamos nuestras historias en nuestros cuerpos, ¿de qué otra manera? ¿cómo no podemos hacerlo?" Y tal vez muchos estamos de acuerdo.

Según ella el grado de nuestra salud no está determinado únicamente por nuestros genes, sino que también está influenciado por las complejas interacciones que ocurren en nuestro entorno donde nosotros vivimos, estudiamos, trabajamos y convivimos.

El racismo se ha convertido en una maldición que acompaña la existencia de la sociedad que es imposible recordar cada instante, cada detalle de lo que sucedió.

Pero el cuerpo recuerda cada ritmo cardíaco elevado cuando se recibe un trato diferenciado en cualquier restaurante, en una tienda de conveniencia a la vuelta de la esquina, en Polanco, en un hotel en Cancún o en un centro comercial de lujo en Monterrey.

Nuestro cuerpo registra el aumento del cortisol cuando nos saltan por encima de un ascenso laboral, especialmente cuando nuestro currículum oculto -cualidades, dones o méritos cualesquiera sean para sí-, pierden todo valor ante alguien cuyo tono de piel sea menos oscuro que el de la nuestra.

El aumento de cortisol normalmente ayuda a nuestros cuerpos a responder al estrés causado por tales experiencias y empuja a nuestros cuerpos a bombear más azúcar en nuestro torrente sanguíneo, que luego vuelve a la normalidad cuando la amenaza desaparece.

Pero el problema con el racismo en México (y en los Estados Unidos), es que las posibilidades de exposición diaria al trato diferenciado debido a nuestro tono de piel, identidades indígenas, clase social, apariencia física, acento y otras identidades y características relacionadas con nuestros orígenes étnicos, son muy elevadas y tienen dimensión psicopatológica.

Habremos de repensar la sensación de micropoder que habita en la praxis del racista.

Habremos de explorar su hermandad con el hábitat de la sevicia en la violencia de género, particularmente feminicida.

Habríamos de profundizar en la hipótesis del racismo con el analfabetismo relacional, la reacción a la pulsión de muerte que habita en el sentido de inferioridad, de impotencia, en las cenizas de la ausencia de amor y de conciencia humanitaria, en su definición como una forma de violencia pura, sin más.

El racismo es una enfermedad social horrible no diagnosticada.

Imagina por un momento que te encuentras frente a ella, tu corazón comienza a latir más rápido, tu presión arterial aumenta, el cortisol y la adrenalina se disparan y envían señales a tu cerebro de que tienes que luchar o huir.

Luego el personaje desaparece, y respiras profundamente, tu corazón se relaja, tu presión arterial y las hormonas del estrés vuelven a niveles normales.

Para muchos de nosotros cuyo color de piel es el tono del chocolate, la miel o el café, el espectro racista siempre está presente.

En México, sabemos muy bien que está ahí incluso cuando no lo vemos, incluso cuando nadie más está hablando de ello.

No se suele llevar el manto del privilegiado blanco, ni el estatus socioeconómico, que podría protegernos parcialmente del impacto dañino del racismo en nuestros cuerpos.

En la exposición diaria al racismo y la discriminación, significa que nuestros cuerpos apenas tienen la oportunidad de recuperarse y dejan que nuestra frecuencia cardíaca y hormonal del estrés vuelvan a la línea de base y se preparen para ponerse en marcha antes de que experimentemos el próximo encuentro estresante frente a la persona racista que se refugia en la herida de su propio ego, superioridad y violencia.

Y nuestro cuerpo, al ser un sistema de órganos tan asombroso y complejo, lo registra todo, lo recuerda todo.

Es una memoria trágica, que como buenos mexicanos arropamos en el juego de máscaras que nos constituye, como bien demostró Octavio Paz.

Sí, tenemos que hablar de representación, o más bien de la falta de ella.

Pero en realidad no hemos abordado la conexión entre el racismo y la salud en México, y lo realmente dañino que es el racismo para nuestro cuerpo y la forma en que la sociedad se reinventa a pesar de todo.

La comunidad académica, a la que también pertenecemos, ha tomado demasiado tiempo para abordar este tema.

¿Por qué no nos estamos preguntando si las experiencias cotidianas de racismo y discriminación en nuestras familias, círculos sociales, comunidades y dentro de las instituciones y estructuras sociales podrían explicar parcialmente las altas tasas de diabetes y obesidad en México?

¿Podría explicar por qué algunas personas recurren a las sustancias?

¿Qué nos impide preguntarnos si el racismo podría ser una de las raíces causales de las desigualdades en salud en la República, o fuente de desigualdades en la movilidad económica?

¿Qué nivel de violencia y criminalidad cotidiana tiene su fuente de raíz en éste paternalismo socio racista que nos hemos dado y reproducido?

Hemos perdido la cuenta de las veces que nos trataron menos en diferentes entornos en México.

No recordamos la mayoría de ellos.

Pero somos conscientes de lo que dice la ciencia.

Cada vez más, el ascenso de los valores individuales en el mundo, la no estigmatización, implica una revolución de las singularidades de las vidas.

La historia común de esta cotidianidad debe ser visibilizada en nuestra dimensión personal y social. La pobreza, la vulnerabilidad, la singularidad de toda persona, no puede ser objeto de violación de su dignidad.

Por ello la producción/exposición de toda expresión, sesgo y violencia racista debe ser expuesta y acompañada con las respuestas sociales, mediáticas y científicas que merece.

Es importante desentrañar pues los resortes íntimos de nuestros sesgos racistas y evitar incluso que la indignación ante su violencia, sea una coartada para la violencia, como suele ocurrir de manera perversa en las redes sociales digitales.

A su vez, nuestro cuerpo ha registrado cada interacción con la experiencia racista y le recuerda como un martillo que atormenta y una tortura que regresan para volver a machacar sus daños, a modo de atentados a la integridad física y psíquica, a la identidad propia, mucho tiempo después de que nuestra mente pareció haberlo olvidado.

Pedro Isnardo De la Cruz es Doctor en Ciencias Políticas y Sociales y profesor en la UNAM.

Sharon G. Borja es Assistant Professor de la Graduate School of Social Work de la Universidad de Houston, Doctora en Bienestar por la Universidad de Washington.

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