Para crecer intelectualmente y aspirar a ser un verdadero artista, ya sea escritor, compositor de música, arquitecto, pintor, bailarín, pianista, cantante de ópera, músico de jazz, fotógrafo, etc., se debía conocer Nueva York. Estudiar y vivir, de ser posible, una temporada en la Gran Manzana para nutrirse de arte y de conocimientos de todo tipo. Tal vez pedir una beca, visitar sus museos, teatros, parques y demás maravillas que ofrecía la ciudad más cosmopolita del planeta. Un verdadero hombre urbano, citadino, bien educado, viajero, conocedor del mundo, no se podía jactar de serlo sin haber conocido la urbe de hierro, aunque fuera solamente una vez.

New York, metropoli por excelencia, enferma (I)
New York, metropoli por excelencia, enferma (I)

Sin embargo hubo signos de su enfermedad hace algunos años atrás y sus gobernantes hicieron caso omiso de las claras advertencias:

En los años 70, Salvador Elizondo y yo eramos adictos a las revistas científicas. Cuando se descubrió el “interferón”, nos maravillamos de que los científicos lograran aislar el suero mágico que produce el hombre cuando está enfermo, que impide que otras enfermedades ataquen al paciente y que hoy aplicado en enfermedades como la esclerosis múltiple, la hepatitis C y otras, las puedan curar. Pero había otros artículos que leímos en varias de estas revistas de ciencia que nos intrigaron y preocuparon mucho.

Se hablaba de que los grandes edificios modernos de vidrio, especialmente los de Nueva York, diseñados, naturalmente, por afamados arquitectos que los proyectaban hacia el cielo, uno tras otro, altos y enormes, sin ventanas, al cabo de 10 años de haberse construido se enfermaban y enfermaban tanto a los empleados que trabajan dentro como a sus habitantes porque como no tienen respiración natural, toda la ventilación se produce por los ductos que corren por todo el edificio y si por descuido un pedazo de hamburguesa se pegaba en una de las ventilaciones interiores y esta se pudría, las bacterias viajaban por los ductos enfermando a la mayoría; lo mismo pasaba con los griposos que propagan su virus por los sucios ductos. Curar al edifico enfermo costaba, entonces, 20 millones de dólares. Tenían que limpiar y cambiar los ductos y todos los filtros para sanearlo. (Continuará)

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