Se fueron finalmente los maestros de la sección de la CENTE que protestaron durante más de veinte días en esta ciudad. Consiguieron un diez por ciento de aumento y algunas prestaciones más. Por esta causa nuestra metrópoli recibió muchos daños, paralizaron avenidas torales, el aeropuerto Benito Juárez, etc.; unos encapuchados hicieron pintas en monumentos históricos, rompieron vidrios a palazos y como acto final entraron a la fuerza con garrotes, piedras y la fuerza bruta al edificio del sindicato del SENTE, sus adversarios tal vez, que estaba cerrado, para salvajemente destruir y quemar archivos, romper el mobiliario, destruir las computadoras hasta incendiar casi por completo el inmueble. En todo esto parece haber “gato encerrado”, pues es obvio que alguien los financió para proporcionales los viáticos, el alquilar de las carpas y el traslado en grandes camiones desde sus lugares de origen. No es justificable tanta maldad, la violencia manifestada por los miembros de la CENTE es aterradora. Me paró los pelos de punta darme cuenta que esos “maestros” son los educadores de los niños del futuro de un país que está en una crisis de violencia incontenible.
Toda mi ya larga vida he estado cerca de maestros. En mi familia materna había toda una generación de normalistas, primas hermanas de mi madre, con una verdadera vocación por la enseñanza. Mis tías eran de una familia muy católica, hijas del hermano de mi abuela, mi tío Isaac, algunas tenían nombres bíblicos. Unas se quedaron solteras en aras de su vocación, otras fueron monjas, dos de las monjas formaron sendos colegios, mi tía Arcelia Gómez fue madre superiora de un convento y fundó una de las mejores escuelas católicas en Acapulco, otra también fue madre superiora de un convento en Coyoacán, formó una escuela de beneficencia para brindar a niñas de bajos recursos económicos una buena educación. Cuando mi tía Arcelia cumplió cincuenta años de monja el arzobispo de entonces le ofició una misa y un reconocimiento a su labor didáctica. Al final de sus vidas se reunieron todas las hermanas y abrieron una de los mejores centros de enseñanza laica, con principios cristianos, en la colonia Lindavista donde se imparte educación primaria, secundaria y preparatoria. Es decir, una familia dedicada en cuerpo y alma a dignificar a los maestros.
Por el otro lado me casé con un escritor, Salvador Elizondo, que fue profesor de literatura de la Facultad de Filosofía y Letras de la UNAM durante veinticinco años. Él y yo hablábamos mucho del tema, es más nos apasionaba. Salvador recordaba con nostalgia la emoción que sentía cuando cursaba el cuarto año de primaria en el Instituto México, al leer semanalmente un capítulo del libro obligatorio de lectura Corazón, Diario de un niño de Edmundo de Amicis… (continuará)

Me permito publicar en esta ocasión la fotografía que he titulado “Matemática en la banqueta”, como un ejemplo de la que educación pública que se nos fue para no volver… ¿será...?






