Mi padre, el músico Raúl Lavista, desde niño coleccionaba discos y libros; su discoteca y biblioteca eran intocables para nosotros, sus hijos. Si queríamos ver un libro, nos permitía hojearlo bajo su vigilancia, los discos menos, lo que hacía era ponernos canciones de Cri-Cri, que me gustaban mucho. Odiaba que las personas le pidieran prestado un disco o libro, cuando lo hacían les decía que justamente ese libro o disco solicitado lo había prestado y por el momento no lo tenía. “Es que nunca los regresan o sí lo hacen los devuelven rotos, deshojados o con manchas de grasa, por eso me niego a prestarlos”, solía decir mi padre.

Cuando tenía yo alrededor de 12 años, mis padres pensaron que era el momento de iniciarme en la lectura. Empezaron por darme libros como La vida de Marie Curie, La vida de las abejas, los termes y las hormigas, Tom Sawyer, etc. para pasar a leer a Edgar Allan con el cuento El doble asesinato de la calle Morgue y así sucesivamente. Desde luego, lo primordial era cuidar los libros y forrarlos durante su lectura para no maltratarlos. Quedé cautivada, leer era una experiencia incomparable, emocionante.

Más adelante, en mi adolescencia, ya permitía mi padre que escogiera yo el libro que me interesara. Empecé por husmear los títulos hasta que me encontré con una colección de pequeños libros numerados, con títulos muy diversos. Le pregunté sobre ellos. “Estos, mi hijita, son los “Brevarios del Fondo de Cultura Económica”, aquí hay temas muy variados de ciencia, literatura, historia, entre muchos otros, con estos pequeños libritos podrás aprender muchas cosas”, son libros admirables”, me dijo. Debo haber tenido entonces cerca de 14 años. Fue la primera vez que oí hablar del Fondo de Cultura Económica.

Curiosamente, el azar que el destino nos depara me llevó a convertirme, 10 años después, en la mujer del escritor Salvador Elizondo. Un lector voraz, también admirador de la colección “Brevarios del FCE”, quien compartía conmigo muchas veces de sus lecturas, solía decirme: “Tienes que leer este libro, es fantástico”, al tiempo que extendía el libro en mis manos. Uno de ellos fue un brevario del Fondo titulado La vida inverosímil, de Heinz Woltereck. Esta lectura nos llevó a platicar mucho sobre genética, tema en el que estábamos muy interesados ya que habíamos adquirido algunos ajolotes que entonces se compraban fácilmente en Xochimilco y en los acuarios.

Empecé con Salvador a tener una vida social literaria, íbamos a veladas literarias, a conferencias, presentaciones de libros o revistas, etc. Me convertí con el tiempo en fotógrafa “diletante”, se empezaron a publicar mis fotografías y un día sonó el teléfono, me hablaban del Fondo de Cultura para contratarme para ilustrar algunos de los libros de la nueva colección que saldría a la luz en 1974, titulada: “Testimonios del Fondo de Cultura Económica”. Me encargaron cuatro libros, me dieron los textos de éstos, uno de ellos era un precioso libro de la autoría del gran Salvador Novo titulado Los paseos de la Ciudad de México, me sentí muy honrada, ¡caray!, ilustrar un libro de Novo era para mí un gran logro y también un gran reto a vencer…. (Continuará)

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