Según mi recuerdo, en 1952 (tenía yo siete años de edad) la televisión se había instaurado en la mayoría de las familias mexicanas de clase media y alta; era ya imprescindible, menos en mi casa, mis padres nunca compraron una, sólo había muchos discos y el tocadiscos. Yo iba a casa de mi mejor amiga, Yvonne Notholt, a diario para ver la “tele”, como expliqué en mi artículo anterior. A los niños nos fascinaba y era un medio de aprendizaje formidable. Además de las series importadas y otros programas que mencioné, lo que más nos gustaba eran las películas mexicanas que nunca nos perdíamos. Como ya sabía yo leer empecé a darme cuenta que en los créditos aparecía el nombre de mi papá: “Música de Raúl Lavista”. Esto, naturalmente, me intrigó.

“¿Cómo era eso de que mi papá hacía la música de esas películas que nos hacían a veces llorar y otras reir?”, le pregunté a mi mamá. Ella trataba de explicármelo y yo de entenderlo.

Destino: La televisión, el cine, mi padre... y yo (XX y penúltimo)
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Y sí, efectivamente, en 1952 Televicentro, hoy Televisa, inauguró sus instalaciones y oficinas en la avenida Chapultepec y produjo, quizás, el mejor programa posible de entonces para un público culto, que se transmitió en vivo a una hora estelar titulado “La hora General Motors”. Consistía en una hora de música clásica. Don Emilio Azcárraga padre y la compañía General Motors se volaron la barda y contrataron a los intérpretes más importantes de la época, a nivel mundial, como Giuseppe Di Stefano, Elisabeth Schwarzkopf, Henry Schering, Oralia Domínguez, entre muchos otros, para ser acompañados por la orquesta de mi padre. Colaboró, también, para la parte visual del programa, el ballet de Laura Urdapilleta, quien montaba fragmentos de obras de ballet clásico. Un programa sumamente costoso por los 80 músicos de la orquesta, los bailarines y los viáticos y salarios de los artistas internacionales.

De pronto las cosas cambiaron mucho en mi casa en ese año de 1952. Nació mi hermanita Helen, apareció la televisión y llegó un coche nuevo, elegantísimo, a mi casa: un Lincoln Continental, obviamente obsequio o préstamo, no lo sé, de la General Motors Co., color “aqua” último modelo. Yo estaba cada vez más intrigada con tantas cosas nuevas e interesantes. Los días miércoles eran muy agitados en casa. Por la tarde empezaba el ritual, como el de los toreros, de la vestimenta de mi padre, previo al programa de televisión donde aparecería. En su recámara, sobre la cama, estaban dispuestas y acomodadas las piezas y accesorios del “frack”. Recién bañado y rasurado, frente al espejo, mi madre lo asistía en el ritual, mi padre se notaba nervioso, pendiente de los detalles, concentrado… luego transformado en el director, vestido impecablemente de “frack”, bajaba y salía con la partitura y batuta en mano. El chofer, Felipe, lo esperaba con la portezuela del flamante automóvil abierta y mientras se subía le preguntaba: “¿No se le olvida nada maestro...? (Continuará).

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