“Black Lives Matter” (Las vidas negras importan). Es acaso la consigna preponderante del 2020, esgrimida a raíz de una tragedia: el asesinado de George Floyd por manos de policías blancos en Minneapolis. Se lee en pancartas de manifestantes en ciudades de Estados Unidos; apareció inscrita en las playeras de los jugadores de la Premier League. La adoptaron personas que, desafiando la amenaza del coronavirus, salieron a manifestarse en España, Inglaterra y Francia. El sentido profundo del reclamo trastocó incluso la centenaria política de marketing de “Aunt Jemima”, la marca de harina para panqueques y miel de maple que, a lo largo de ciento treinta años, mostró en sus envolturas a mujeres negras vestidas de sirvientas, pero que recientemente comunicó su decisión de modificarla. “Reconocemos que los orígenes de Aunt Jemima se basan en un estereotipo racial”, se lee en un comunicado de la Quaker Oats.

Sin embargo, la brutalidad policial y el racismo no son fenómenos nuevos. En Estados Unidos, la Oficina de Estadísticas de Justicia calculó en 1.348 el número de muertes relacionadas con arrestos, entre junio de 2015 y marzo de 2016. Asimismo, desde 2016 el Centro para la Equidad Policial reportó que es cuatro veces más probable que los policías usen la fuerza contra personas negras que contra blancos en Estados Unidos.

Entonces, ¿por qué el sentimiento de repudio hacia el racismo recobró fuerza recientemente? ¿Qué rasgo especial tuvo el caso de George Floyd, que no tuvieron los de Walter Scott o Trayvon Martin, también víctimas de racismo y brutalidad policial? Tal vez fue el impacto emocional de observar su lenta agonía, su último estertor suplicando “No puedo respirar”; tal vez, la ridícula acusación que pretextaron los policías para detenerlo. Puede ser que, en medio de un confinamiento casi unánime de la sociedad, el mayor tiempo disponible nos hizo reflexionar sobre fenómenos que antes pasaban inadvertidos. Lo importante es señalar que ese acontecimiento no fue interpretado como mala praxis policial derivada de una deficiente capacitación, sino como una deliberada muestra de odio racial.

Muchas son las explicaciones que pueden ensayarse para responder por qué la sociedad presta atención a ciertos fenómenos y no a otros. Lo definitivo es que en esa selección social subyacen narrativas, interpretaciones, que, al ser compartidas por un número ascendente de personas, van definiendo la agenda social. La interpretación del fenómeno es lo que llamamos discurso, y su utilidad consiste en visibilizar el fenómeno y marcar la ruta que debemos seguir para abordarlo. De acuerdo con Maarten Hajer, el discurso es el “conjunto específico de ideas, conceptos y categorizaciones que son producidas, reproducidas y transformadas en un conjunto de prácticas y por medio de las cuales se da significado a la realidad física y social”.

No obstante, los discursos no son inmutables ni definitivos. Lo que hoy se considera problema público mañana dejará de serlo, o su interpretación y, por tanto, la estrategia para abordarlo, cambiarán. Sucedió con el narcotráfico, que en sexenios anteriores acaparó todas las energías del gobierno y en el presente dejó de ser prioridad. Está sucediendo, por cierto, ante la pandemia por el coronavirus: se asumió como problema público los primeros tres meses; ahora, el gobierno lo cataloga estrictamente como responsabilidad individual. El fenómeno sigue ahí, lo que cambió fue la manera de interpretarlo.

Los discursos son útiles porque los seres humanos necesitamos certezas para planificar nuestras vidas, y eso es justamente lo que nos ha negado la Torre de Babel erigida este 2020. Un día, la autoridad sanitaria en México desestimó el uso del cubrebocas, y otro día, un estudio de la revista médica The Lancet reivindicó su utilidad para detener la propagación del virus. Por la mañana, recibimos declaraciones de la Dra. María van Kerkhove subestimando la capacidad de contagio de las personas asintomáticas, y por la tarde, escuchamos a funcionarios de la Organización Mundial de la Salud salir a desmentirla.

¿Qué discurso debemos creer? La incertidumbre a veces se resuelve desde los atrios de la autoridad –científica o política-, a veces desde el tumulto de la estadística; a veces, por la coincidencia de ambos. Si el laureado doctor Gatell y el Presidente no usan cubrebocas y desestiman su utilidad, mucha gente se sumará a ese discurso. Si, además, en la calle observamos individuos reiterando esta conducta, entonces es muy probable que el discurso sobre la inutilidad del cubrebocas adquiera fuerza en una mayoría de personas. Provisionalmente, la incertidumbre se desvanece. Matamos dos pájaros de un tiro: ya no existe confusión sobre cómo debemos actuar y podemos tomar decisiones. Así, el discurso demostró su utilidad al reducir nuestra incertidumbre y romper nuestra parálisis, así sea por tiempo limitado.

Por otro lado, los discursos también sirven para distribuir el poder dentro de la sociedad. En la medida en que un discurso es aceptado por una mayoría de personas, en la medida en que un grupo de individuos creen que el populismo es una amenaza para el país, o que el neoliberalismo es el responsable de todos nuestros males, los promotores de tales discursos resultan beneficiados. Si la gente creyó el discurso sobre la amenaza populista, votará por quien se comprometió a erradicar las prácticas populistas. En cambio, si tuvo mayor éxito la idea sobre el fracaso neoliberal, la gente hará lo propio con quien prometió erradicar el neoliberalismo.

En síntesis, los discursos sirven para interpretar los diversos fenómenos sociales, para definir la agenda de los temas urgentes, para reducir nuestra incertidumbre, para movilizar a los individuos y para distribuir el poder dentro de la sociedad.

Por supuesto, lo ideal sería que cada discurso basará sus tesis sobre argumentos sólidos y objetivos, de modo tal que sus postulados no estuviesen construidos sobre ficciones, ocurrencias o sentimentalismos. Desafortunadamente, esto pocas veces sucede, ante lo cual, el antídoto para afrontar la avalancha discursiva se encuentra paradójicamente dentro de la propia avalancha. Porque entre más discursos escuchamos y leemos, entre más son las opciones disponibles, adquirimos una perspectiva más amplia sobre los fenómenos, observamos aristas en las que no habíamos reparado.

Queda en nosotros la responsabilidad de discernir, analizar y ponderar sus posicionamientos, e investigar prolijamente en qué medida resultan sólidos los argumentos que plantean y fiables los datos que ofrecen.

Para bien o para mal, los discursos han acompañado la historia humana y lo seguirán haciendo. Fue un discurso el que sustentó la práctica Azteca de los sacrificios humanos: era preciso que los hombres, que vivían gracias al sacrificio de los dioses, correspondieran entregando su propia sangre para mantener la vida del sol. Fue un discurso el que guio al pueblo alemán hacia la mayor catástrofe de su historia. Pero también fue un discurso el que persuadió a la humanidad de que la esclavitud representaba una institución abominable, y fue un discurso el que la concientizó sobre lo injusto y anacrónico que significaba negarle el derecho al voto a las mujeres.

Nuestra responsabilidad es convertirnos en esmerados portavoces de discursos que no sólo alivien momentáneamente nuestra necesidad de certezas, sino que movilicen a nuestros semejantes a actuar en favor de un mundo cada vez más justo, más libre y más humano.

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