De acuerdo a Naciones Unidas, en la actualidad hay más de dos mil millones de personas que viven en zonas con estrés hídrico severo. De hecho, más de la mitad de la población mundial ya vive al menos un mes al año con escasez grave de agua. Lamentablemente, la situación es cada vez peor con sequías que se intensifican y acuíferos que se contaminan. El calentamiento climático, la urbanización acelerada y un cúmulo de malas gestiones han acelerado los conflictos por agua entre regiones y comunidades.

Con este panorama mundial, México legisla una de las reformas más profundas de su sistema hídrico en décadas. En un país cuya agricultura consume aproximadamente tres cuartas partes del agua disponible, con una estructura de concesiones saturada, y con un sistema al borde del colapso en varios estados, estrenamos una Ley General de Aguas impulsada por el gobierno y repudiada por los agricultores.

La reforma incluye aspectos cruciales como el derecho humano al agua. Asegura que busca garantizar el acceso equitativo, su adecuada disposición y saneamiento. Sus impulsores aseguran que la nueva ley rechaza la visión del agua como mercancía, prioriza el uso doméstico y evita el acaparamiento. Con ella el Estado se convierte en el único regulador del uso del agua.

La controversia nace porque se elimina la transferencia de concesiones entre particulares: ya no podrán heredarse ni venderse junto con la tierra. Ahora las concesiones deberán regresar a Conagua para su reasignación. Los campesinos consideran que si no pueden heredar o vender concesiones con la tierra, su patrimonio perderá valor y se romperá el modelo productivo familiar. Su temor es que sean las grandes empresas las que terminen comprando tierras baratas porque ya no incluyen la concesión. Por ello hablan de esta ley como “el último clavo al ataúd del campo mexicano”.

Desde la oposición la reforma se ha criticado porque concentra mucho poder en el Gobierno Federal y permite que este tome decisiones discrecionales sobre quién mantiene o pierde una concesión. Por otro lado, genera incertidumbre jurídica y con ello desincentiva la inversión y la tecnificación.

Entre las modificaciones que se incluyeron de última hora están la facilitación para regularizar los pozos y los títulos existentes, así como la conservación de los derechos de volumen, uso en herencias y ventas de tierras. Se garantizó además la no retroactividad. Sin embargo, los campesinos consideraron estos cambios como insuficientes.

En un mundo rumbo al estrés hídrico crónico, los países que no ordenen su sistema de concesiones enfrentarán conflictos territoriales, crisis agrícolas y colapsos urbanos. México tiene que equilibrar la justicia hídrica, la seguridad alimentaria y la transparencia en concesiones, con una producción agrícola sostenible. Para algunos, esta reforma nos acerca a esos objetivos. Para otros, es una medida más para acrecentar el poder cada vez más centralizado. Es apenas un anticipo de los debates que definirán 2026 y, muy probablemente, todo el siglo XXI.

@PaolaRojas

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