La historia de México está atravesada por conflictos de todo tipo. Pero hoy, quizá como nunca o como muy pocas veces, ese fenómeno se crea y se recrea cotidianamente, lo que hunde al país en la discordia y la división y lo coloca en ruta de una eventual confrontación en la que podría apelarse a las formas más incivilizadas para librarla, lo cual todos lamentaríamos.

La discordia, advertido desde la Antigüedad, es un tósigo mortal para los Estados. Contrapone a los ciudadanos y puede llevarlos al choque. Por eso, todo gobernante no sólo no debe darle cabida entre ellos, sino imponerse como un deber primordial no fomentarla personalmente en ninguna forma. Es su garantía de conservación del poder.

La discordia es perniciosa porque implica un desacuerdo irracional e irreductible; una actitud de oposición irrenunciable entre personas que tienen y expresan radicalmente sus ideas y deseos y nunca tienen la disposición a escucharse. Se niegan mutuamente. Se comportan como enemigos, dispuestos a aniquilarse, cuando deben actuar como aliados, proclives a entenderse.

Esa palabra, de la que todo gobernante debe guardar distancia, viene del latín discordia y se compone del prefijo dis, que significa separación, y de cor, cordis (corazón), donde anidan las virtudes y las pasiones. Cuando sólo se atiende a éstas, al límite de ser su esclavo, es una amenaza. Y si con ellas se gobierna, las sociedades sufren indecibles calamidades.

La palabra latina concordia, que se traduce como acuerdo, implica la aceptación del otro y tiene por sinónimos convenio, relación pacífica, propósito de acordar, consenso; más, en tratándose de asuntos públicos, en los que debe privilegiarse por el bien de todos. Esgrimida para gobernar, sirve para dar a los gobernantes dimensión de verdaderos estadistas.

En este ámbito, cobra un valor inestimable, pues se asume como decisión de actuar en unidad. ¿No es esto lo que tanto necesitamos, atenazados como estamos por las crisis económica y sanitaria?

De hecho, eso es lo que la ciudadanía esperaba. Una promesa de siempre de AMLO como candidato de serenar al país, alentaba una eventual actuación en esa vertiente como presidente. Fue una motivación para que millones votaran por él, hartos de ver el desagradable espectáculo de los políticos de siempre.

Referir los desencuentros que ha tenido con la mayoría de los actores y sectores es innecesario; se producen cotidianamente, en la errónea idea de que sus decisiones son rechazadas por axioma cuando ni siquiera se da margen para el diálogo.

Dialogar no significa aceptar lo que el otro quiere. Ese ejercicio, propio de, e infaltable en, la democracia, debe incluso elevarse al status de la deliberación, con la que es posible construir decisiones óptimas con la aportación de las ideas de todos.

Escuchar es una obligación inapelable de todos cuantos conducen un Estado. No hay demérito alguno en hacerlo. No se rebaja su investidura; es una práctica que los ennoblece, los aproxima al pueblo y despierta una mayor estima y respeto por ellos.

Optar por este camino nunca será tarde. Hoy, como en ningún otro momento, el país lo necesita. Con la concordia, puede empezar a verse la transformación prometida y disiparse la idea de un posible rompimiento del Pacto Federal.

Sotto Voce…

Pese a la pandemia, el Tribunal Electoral del Poder Judicial de la Federación no ha detenido su dinámica. Sus resoluciones sobre distintos tópicos, como el Juicio en Línea y otros casos importantes como la definición de la presidencia de Morena, han sido emitidos con amplios criterios de objetividad e imparcialidad. Han sido y seguirán siendo la norma y la constante. Por eso, se da por hecho que la reelección de su presidente, Felipe Fuentes Barrera, que se llevará a cabo el 3 de noviembre, será sólo de mero trámite, pues además, en el mundo de la judicatura y en el Senado, cuenta con el respaldo de una amplia pluralidad de actores políticos.

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