En medio del gas lacrimógeno y las balas de goma que resuenan, como en un mal sueño, en decenas de ciudades estadounidenses una frase se repite cartelón tras cartelón: “no peace without justice” (no hay paz sin justicia). La frase incomoda a quienes perciben en ella una advertencia sombría, a quienes ven en las protestas y los disturbios de los últimos días tan sólo una amenaza al orden público y a la paz social. ¿A qué orden y a qué paz se refieren? Ese “orden” es el racismo que mata a miles de afrodescendientes en Estados Unidos cada año, incontables más a escala global. Esa “paz” es un sistema que discrimina de forma estructural.

Por perturbadoras que resulten las imágenes que vemos en los noticiarios, estoy convencido de que revelan verdades necesarias. Revelan que la paz que se sostiene sobre la injusticia no es paz, sino una calma opresiva. Revelan que las democracias son regímenes siempre imperfectos y la protesta es uno de los dinamos que las impulsan hacia mejores estándares de dignidad humana. Revelan que, cuando la discriminación adquiere expresión institucional, la paz sólo puede alcanzarse a través de la reforma profunda. Y revelan que el verdadero liderazgo no es producto de una investidura, sino de los valores que como sociedad nos permiten sanar y encontrar unidad, valores hoy ausentes en la Casa Blanca.

En su inmortal Carta desde la cárcel de Birmingham, Martin Luther King Jr. denunciaba a aquellas personas moderadas que prefieren “una paz negativa, que es la ausencia de tensión, a una paz positiva, que es la presencia de justicia”. Y es que la ausencia de tensión es una condición ambigua en un sistema político. Existe calma, al menos en apariencia, en muchas dictaduras. La perfecta armonía, el consenso absoluto, el orden total, son eso: totalitarios. El conflicto es intrínseco a la convivencia social porque es fruto de la diversidad, el atributo por excelencia de la condición humana. La paz duradera sólo puede emanar del debate, de la confrontación y de la negociación entre visiones distintas. Habrá tensión siempre que un segmento de la sociedad disfrute derechos que en la práctica se les niegan a otros y por eso las democracias más ruidosas son también las más saludables.

He abrazado siempre la causa de la paz. Condeno toda forma de violencia, incluso en un contexto de protesta. Pero me niego categóricamente a aceptar la falsa equivalencia que equipara un cristal roto a una vida perdida. Si vamos a defender las garantías y libertades individuales, empecemos por la más importante. Y empecemos por condenar la militarización y la fuerza desproporcionada con que se han reprimido las protestas en distintas localidades, atacando incluso a miembros de la prensa. En un sistema democrático, la policía no sólo existe para garantizar la tranquilidad en las calles, sino la vigencia de la Constitución Política. Es una responsabilidad mucho más difícil y mucho más sagrada que blandir una macana. El cuerpo policial debe proteger las manifestaciones, en lugar de extinguirlas. Al final del día, la crítica es la talla de la libertad. Todos los regímenes proveen respuestas, pero sólo las democracias permiten preguntas. A las personas que cuestionan, que reprochan, que exigen, les llamamos ciudadanos y ciudadanas.

Una tercera lección que emana de esta experiencia es la conciencia de que se requieren reformas profundas si han de solventarse problemas estructurales. A algunos les irrita que se mencione la esclavitud para enmarcar la conversación de #BlackLivesMatter. Consideran que 400 años es un pasado demasiado remoto para explicar nuestra realidad actual. Pero es precisamente porque el racismo ha adquirido expresión institucional que su origen no puede dejar de invocarse. Hace poco Paul Krugman recordaba el trabajo del economista Alberto Alesina, quien demostró que las tensiones raciales en Estados Unidos están en la base de su incapacidad de construir un Estado de Bienestar similar al de otros países desarrollados. El racismo estructural es la principal explicación por la que la tasa de encarcelamiento de hombres negros en Estados Unidos es cinco veces mayor a la de los hombres blancos. Es la principal explicación por la que las personas negras tienen más del doble de probabilidades de morir a manos de la policía, a pesar de que es menos probable que estuviesen armadas durante el enfrentamiento con las autoridades.

Por eso la inercia no trae justicia. No basta con el perdón, el olvido y el paso del tiempo. Se requiere acción deliberada y tajante. Se requieren transformaciones dramáticas que rompan las culturas organizacionales que sostienen y consolidan las desigualdades. Desde la prohibición del uso de técnicas como la sofocación hasta el mandato de desescalar los enfrentamientos. Desde el combate a la militarización de los cuerpos policiales hasta la adopción de políticas integrales de atención del crimen, que sin dejar de garantizar la seguridad ciudadana atiendan también sus causas estructurales. Hablar de racismo y esclavitud no es estar condenado a los pecados del pasado, es comprender que existen legados que sólo desaparecen cuando se les hace desaparecer.

Guardo la esperanza de que el pueblo estadounidense emergerá más fuerte de todo esto. No será por su liderazgo presidencial. Trump no ha hecho más que batir su propio récord de mezquindad. Es la perfecta antítesis de Nelson Mandela: un hombre que se victimiza sin haber sufrido nada y que genera división con cada acción y con cada palabra. Por fortuna, el liderazgo no es algo que otorga la investidura, sino la autoridad moral. En medio de todo esto, han surgido nuevos líderes y nuevas figuras capaces de acompañar a la sociedad a sanar desde el reconocimiento de la verdad y la búsqueda de unidad. Me sumo a las múltiples voces que han instado a los manifestantes a votar y a participar en política para transformar la realidad. Es natural que se sientan alienados, que renieguen de un sistema que les parece imposible de salvar. No existe tal cosa: las instituciones son lo que hacemos de ellas.

Como he dicho muchas veces, citando los versos del más grande poeta costarricense Jorge Debravo, “la paz no es una medalla”. No es algo que se gana y se asegura para siempre. Es una carrera que se extiende, una escalera que se eleva. Cada generación persigue su próxima bandera, unos metros más allá del horizonte. Proteger esa marcha es labrar justicia.

Expresidente de Costa Rica de 1986 a 1990 y de 2006 a 2010 y Premio Nobel de la Paz 1987 por su labor para pacificar Centroamérica

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