Escribo estas líneas mientras escucho vallenatos del maestro acordeonista Rafael Escalona. Aquel sobrino del obispo de Cien Años de Soledad y el más rebelde de los nueve hijos de Clemente Escalona, coronel de la Guerra de los Mil días, y de Margarita Martínez, hija de familia aristocrática y rica. Rafa, el amigo entrañable del Gabo y caribeño mujeriego empedernido que procreó veinte vástagos.

A mí me dieron el mar y sus orillas, y el golpe de la espuma, el viento y el agua, y el aire de los labios que son las palabras, que son las palabras. Piero

El acordeón, de origen austriaco, exhala notas pegajosas que se escabullen por fuelles, diapasones y cajas de madera. Ayuda lo mismo a desahogar penas y desamores que a despabilar la cotidianidad. Fue adoptado por colombianos y mexicanos, bolivianos, chilenos y argentinos; con el crearon vallenatos, cumbias, música norteña, cuecas y tangos. Su sensual abrir y cerrar para dejar pasar el aire es como un soplo rural que lo transporta a uno a la mar o al desierto, a la sierra o a las pampas, a amores imposibles y a historias épicas de héroes y villanos. Cuando suena el acordeón ya no hay espacio, ni tiempo, ni consecuencia. Por eso la armonía y la cadencia de sus vientos son ya nuestros, latinoamericanos.

Y ahora que escucha usted el acordeón: ¿Qué le dice la mar? ¿La ha escuchado, la ha visto, la ha olido? ¿Ha sentido en la cara su brisa salada, empalagosa? ¿A dónde le transporta? ¿O es tan ajena, tan lejana, que no la puede tocar? ¿Existe solo como una extensión líquida de la tierra? ¿Le da miedo ahogarse en ella?

Lo importante es entender su grandeza, porque sin la Mar la Tierra estaría muerta. Mares y océanos cubren 75% de su superficie, contienen 97% de su agua y atrapan 90% del calor producido por los gases que liberamos a la atmósfera y que calientan el planeta. Absorben 30% del dióxido de carbono que los humanos producimos y el fitoplancton (diminutas algas) es el que genera la mitad del oxígeno que respiramos.

Les confesaré que muy a mi pesar, a mí me concibieron lejos de la costa. Lejos de los caballitos de mar, las extravagantes anémonas, las sirenas cantarinas y las viscosas medusas. Nací en donde nadie ni tan siquiera imaginaba el vaivén perpetuo de la marea, las ballenas gordas, los tiburones hambrientos o las caracolas de piel dura. En mi niñez la mar era un mundo inalcanzable, misterioso y remoto, solo accesible a aquellos que vivían en la costa o a las familias acaudaladas del interior.

Conocí por primera vez al mar en un arrabal húmedo y recóndito del Caribe colombiano. En Tolú, fundado en 1535 por los conquistadores españoles con el inverosímil nombre de “Villa Coronada Tres Veces de Santiago de Tolú”. Fue gracias a la tozudez de Hernando, mi padre, un ingeniero agrónomo muy serio, muy cariñoso y completamente entregado a su trabajo y a su familia. Hijo de un telegrafista rural perspicaz y bonachón, cuyo imperdonable extravío social fue enamorarse y ser correspondido por una doncella de alta cuna para la que teclear Chopin al piano en festejos familiares era la gran misión a la que sus padres la habían encomendado.

Abelardo y Clementina vivieron un amor telegráfico de ferrocarril y de sonatas que nunca les fue perdonado por aquella aristocrática familia “paisa", como se les conoce a los habitantes del eje cafetero colombiano. Tal vez por eso su hijo, mi padre, aseguraba que los nacidos en Caldas (como él) eran los paisas civilizados; como queriendo enterrar ese pecado original o afianzar su obstinado regionalismo liberal.

A 20 años de su muerte quiero rendirle tributo a mi padre. Por muchas razones. Por haberse confabulado con mis tíos ricos para alquilar un avión y llevarnos a todos a conocer la mar. Nunca nos lo dijo, pero cierto estoy de que tuvo que pedir por adelantado varios sueldos, endeudándose para que no quedásemos fuera de aquel sueño bogotano al mar Caribe. Como un preludio, parado sobre la arena blanca cuando el sol se dormía, por primera vez eché un vistazo al infinito y me estremecí. Sin yo saberlo, en mi interior algo cambió súbita y radicalmente. Para siempre. La misma costa desde donde, cada amanecer, seguí escuchando los gemidos del acordeón, las carcajadas de los adultos trasnochados y ebrios de aguardiente, y el compás monocorde del subir y bajar de las olas.

Así fue como la conocí. Entre amaneceres bochincheros y atardeceres naranja germinó mi fascinación por el agua salada, por el vaivén eterno de las mareas y por las conchas de malolientes moluscos arrastrados muertos a la playa contra su voluntad. Por las bahías pequeñitas, los manglares escondidos y los arrecifes de colores imposibles. Y quizá por eso me obstiné años después en conocerla científicamente. Los sinuosos caminos de la vida. Pero también puede ser que fuera sólo para seguirle la corriente al terco de Hernando, un padre que debió presentir que aquel adolescente imberbe que era yo necesitaba perderse en el infinito para entender las cosas, para entender que en la mar la vida es más sabrosa.

La extraña paradoja fue que años más tarde cruce el océano en contra de la voluntad de mi padre, pero con el apoyo inquebrantable, amoroso e incondicional de mi madre. A los dos les debo haberme dado la mar.

Y sus orillas…y el aire de los labios, que son las palabras, que son las palabras.

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