Por más de dos años he reflexionado sobre el medio ambiente en estas páginas. En la campaña presidencial señalé, por ejemplo, que autoridades de los tres niveles descuidan sus obligaciones ambientales. Que la fe religiosa profesada por candidatos y partidos políticos les obligaba a cuidar la naturaleza. Que el principal pendiente ambiental del PAN y PRI fue hacer cumplir la ley; que el presidente Fox ninguneó a las instituciones, el presidente Calderón se obsesionó con una costosa y fracasada campaña nacional de reforestación, y el presidente Peña Nieto politizó tanto a las instituciones que las desgastó.

AMLO ganó, mis expectativas crecieron. Por su larga lucha social, porque el ambiente ha sido prioridad de otros presidentes de izquierda latinoamericanos. En Brasil, Lula da Silva protegió el Amazonas y apoyó el Protocolo de Kioto sobre cambio climático, Evo Morales (Bolivia) defendió los derechos de la Madre Tierra, Michelle Bachelet (Chile) triplicó la producción de energía renovable y José Mujica (Uruguay) hizo del ambiente eje de sus políticas públicas. Aunque debo aclarar que proteger o destruir a la naturaleza no tiene que ver con ser de derecha o izquierda–es sentido común, solidaridad intergeneracional, amor por la vida.

Optimista, me pregunté: ¿se transformará México en un país ambientalista ahora que, por primera vez en 84 años, desde Lázaro Cárdenas, tenemos un presidente de izquierda? Estudié la parte ambiental del nuevo proyecto de nación. Su diagnóstico era acertado, pero se enfocaba en cuáles eran los problemas, no en cómo resolverlos: “Estaremos a la vanguardia en el monitoreo de la contaminación del agua, seremos un país con ecosistemas sanos, viviremos en ciudades con aire más limpio, seremos líderes en cambio climático, transparencia, participación ciudadana, justicia ambiental y un ejemplo mundial en conservación”.

Me dije, apenas comienza la administración, hay que ser pacientes. Confiaba en que los ambientalistas del gabinete lograrían convencer al presidente de la importancia de cuidar nuestros bosques, agua, mares, aire, biodiversidad. Me equivoqué.

He prestado atención al discurso ambiental gubernamental. Reproché el desmantelamiento de Conabio, Conafor, Conagua, el aniquilante recorte presupuestal a la Conanp. Enfatice la necesidad de evaluar, transparentemente, los impactos de megaproyectos como el Tren Maya. Subrayé que México es uno de los países más peligrosos para defensores ambientales y que nuestras lenguas indígenas se mueren. Refrendé lo expresado por muchos: el tiempo de los combustibles fósiles se acabó y las energías renovables abaratarán la electricidad, generarán empleos, mejorarán nuestras condiciones de vida.

Escribí al presidente tres cartas abiertas sobre la íntima relación entre pobreza y medio ambiente. Que el financiamiento para el ambiente palidece frente a lo que nos cuesta su degradación—sólo la contaminación atmosférica mata 50 mil mexicanos cada año. Que por Oaxaca, Chiapas, Guerrero, Veracruz y Quintana Roo somos el cuarto país más biodiverso; y esta riqueza natural y cultural atrae millones de visitantes y el turismo representa 9% del PIB–razón suficiente para ser un país conservacionista.

La relación con los ambientalistas está más polarizada que nunca. Ciencia y científicos son satanizados desde el poder–mientras un Conacyt fuera de control se consume en luchas ideológicas. Después de tres secretarios, la Semarnat no tiene rumbo. Y, como si esto fuera poco, la Cámara de Diputados recortó recursos para combatir el cambio climático en el Presupuesto de Egresos 2021. Sólo avanzamos en la arena internacional, en donde la Cancillería participa en diálogos sobre adaptación al cambio climático y protección de los océanos.

A pesar de todo, aún le doy el beneficio de la duda al presidente. No pierdo la esperanza de que corrija el rumbo. Porque nuestra Constitución mandata el derecho a un ambiente sano y responsabiliza al Estado de garantizar un futuro sostenible para todos.

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