Escribo estas líneas la tarde del 25 de junio, súbitamente inspirado por la aparición de dos nubes enormes. La primera nube surge de las 35 exhalaciones de truenos, gas y ceniza volcánica con las que el poderoso Don Goyo, el volcán Popocatépetl, tiñó de gris los cielos del centro de México. La segunda nube, de 10 kilómetros de largo por 10 kilómetros de ancho, está formada por millones de langostas que desde mayo han sobrevolado Argentina, pero que, hoy, misteriosamente desaparecieron al descender a tierra—y ahora nadie sabe a ciencia cierta en dónde están.

"Mientras el corazón lata, mientras la carne palpite, no me explico que un ser dotado de voluntad se deje dominar por la desesperación.”

― Julio Verne, Viaje al Centro de la Tierra

Estos dos eventos nubosos no relacionados, separados uno del otro por más de ocho mil kilómetros, bruscamente me remontaron a las historietas ilustradas sobre las plagas de Egipto que leí en mi infancia. Las leí como acostumbraba a leer cuando era niño, mientras me escondía inmóvil y respirando sin hacer ruido debajo de la cama para que nadie me encontrara, en la habitación que compartía con mi hermano mayor. Solo muchos años después descubrí esas plagas descritas con mayor, y aterrador detalle en el Éxodo, el libro de Moisés, la esclavitud de los hebreos y la Tierra Prometida.

Me temo que jamás sabré si esas eran sólo metáforas, maldiciones sobrenaturales, o calamidades infligidas por Dios para forzar al faraón a abolir la esclavitud. Lo que he leído, sin embargo, sugiere que todas o la mayoría de esas plagas estaban relacionadas con desequilibrios ambientales causados por los humanos en el Valle del Río Nilo. Desequilibrios emanados de la contaminación del agua, los virus y otros infortunios que a su vez fueron agravados por cambios en el clima desencadenados por erupciones volcánicas.

De cualquier manera, llama la atención que las diez plagas del Antiguo Egipto se relacionan con el agua dulce, los batracios, los piojos, las moscas, las vacas, los virus, el calor y el frío, las langostas, la ausencia de luz y el ángel de la muerte:

Las aguas se convierten en sangre,

la plaga de las ranas,

la plaga de los piojos, pulgas o mosquitos,

la plaga de las moscas,

la peste del ganado,

la plaga de las úlceras,

la plaga de la lluvia de fuego y granizo,

la plaga de las langostas,

la plaga de las tinieblas o de la oscuridad,

el ángel exterminador.

Realidad o ficción, las plagas del Antiguo Egipto me hicieron pensar en el México de junio del siglo XXI: la pandemia del Covid-19, el arribo de olas enormes de sargazo que sofocan la costa de la Península de Yucatán, la nube roja de polvo del Sáhara, el sismo de 7.4 de magnitud en Oaxaca y las fumarolas del Popocatépetl. Y, como si todo esto fuera poco, un

día de junio ha sido el más violento del 2020 en México, con 117 compatriotas asesinados. Estas son hoy las plagas de junio.

En junio, la curva de la pandemia del coronavirus alcanzó su pico más alto y deja resultados desoladores: al menos 226, 089 mexicanos contagiados y 27,769 mexicanos asesinados por este agresor invisible. Nuestro país es ahora un semáforo en rojo y naranja, y nadie sabe cuándo llegará el verde. Desempleo, hartazgo, sufrimiento y desesperanza caminan juntos de la mano, y todos nutren una tragedia nacional que a su vez alimenta una catástrofe mundial que hasta ahora deja más de 10 millones de personas contagiadas y medio millón de muertos.

También en junio, miles de toneladas de sargazo empezaron a arribar a las orillas del océano Atlántico mexicano. Nadie puede alegar haber sido tomado por sorpresa, puesto que todos bien sabemos que durante los últimos cinco años esta macroalga marina ha asolado anualmente las costas de Quintana Roo en el mar Caribe, el principal destino turístico mexicano. Una secuela ominosa para una crisis que se repite cada año, como la trampa en el tiempo de una pesadilla recurrente, mientras que ni autoridades ni empresarios turísticos cumplen sus reiteradas promesas de encontrar una solución. Todos han fallado en invertir los recursos necesarios para enfrentar los graves impactos que ocasiona el sargazo en el turismo, la economía y en algunos de los ecosistemas más valiosos del planeta. Como los avestruces, seguimos escondiendo la cabeza en la arena pensando que el problema desaparecerá por sí solo.

En junio, después de viajar más de diez mil kilómetros a través del océano Atlántico y el mar Caribe, una nube descomunal cargada con millones de toneladas de “polvo y arena” llegó a la Península de Yucatán, proveniente de los desiertos del Sáhara y el Sahel en África. Un fenómeno recurrente, pero que este año tuvo una intensidad no vista en medio siglo, según la Administración Nacional de la Aeronáutica y del Espacio (NASA) de los Estados Unidos y la Universidad Nacional Autónoma de México. Estas son nubes que transportan polizones metálicos, como hierro, calcio, fósforo, silicio y mercurio; además de acarrear virus, bacterias, hongos y contaminantes orgánicos que, cuando llegan a las ciudades, empeoran la calidad del aire y afectan a personas con problemas respiratorios, y a los niños y ancianos.

Por si todo esto fuera poco, el 23 de junio un sismo de 7.4 de magnitud nos estremeció. Con epicentro en La Crucecita, Oaxaca, el temblor dejó a su paso diez muertos, miles de damnificados, y pérdidas materiales enormes en decenas de poblaciones oaxaqueñas.

¡Menos mal que ya estamos en julio!

Me despido, por ahora, con una hermosa pero trágica historia de amor. En su libro, “Popocatépetl, mitos, ciencia y cultura (un cráter en el tiempo)”, Carlos Villa Roiz narra que la princesa Mixtli, hija del emperador mexica Tizoc, se quitó la vida creyendo que su amado Popocatépetl había muerto en batalla. Dice la leyenda que cada vez que Popocatépetl recuerda a su amada, su corazón, que guarda el fuego de un amor ardiente, retiembla y él lanza humo con su antorcha. Queridos lectores, esa es la verdadera razón por la que Popocatépetl, el guerrero enamorado con cuerpo de volcán, grita, nos sacude y exhala esa mezcla de ceniza, gases, vapores, y expulsa los fragmentos incandescentes que brotan como sangre por sus grietas. Son los gemidos de un amor apasionado e imposible.

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