Eran los días del triste arcoíris.
Se soñaba cada vez más a menudo con la muerte. Enterrada viva, con un crisantemo en la boca, acicalada con enaguas color rosa del Istmo de Tehuantepec, bajo aquel añejo árbol, parte palo santo, parte almendro, parte tule. Ese gigante de piel arrugada que, vivo o muerto, espantaba espantos, respiraba colmando el aire de paz y armonía, limpiando vibras negativas y atrayendo las positivas.
El árbol sobre el que sus ancestros le cuentan desde el más allá, cuando el sol se pone. Tan viejo, que Matusalén le llamaban. Árbol de la vida en cielo aguamarina, sobre cuyas ramas descansan cuarenta y siete pajaritos multicolores; sus raíces y tronco rojo se mueven sobre montañas, vientos y mares tejidos por amorosas manos zapotecas veteranas.
Días tras día, despertaba sudorosa, temblando con la aurora. Pronto se dormía para seguir soñándose despierta en su propia tumba, tiesa, con los ojos volteados para dentro. La mala hora, le llaman. Poseía solo un pulpo de ojos grandes y cinco tentáculos rugosos fusionados en un abrazo con su rechoncho cuerpo de chancho sostenido por cuatro patas. El pulpochancho al que quería más que a su máquina de coser, regalo de su shahuela. Tan inteligente parecía el engendro, que el mismísimo obispo clarividente más de una vez se preguntó, en voz alta, si no sería la avanzada de una invasión de extraterrestres.
Tanto lo amaba que, para no dejarlo ir, lo inmortalizó atrapado en las paredes de una vasija de barro que con sus propias manos moldeó durante trescientas sesenta y cinco noches sin parar. El cefalópodo artiodáctilo dormía con ojos bien abiertos, vigilante, entre su catre y el fogón. Allí pernoctó Octopus sus scrofa por muchos años, hasta que el 7 de septiembre de 2017 los despertó el sismo de mayor magnitud (8.2 grados) que México haya sufrido en cien años. Sus 4808 réplicas no les dejaron pegar el ojo durante quince días seguidos.
Fue el día que se rompió el mundo en el Istmo de Tehuantepec. Origalia y su máquina de coser y su casa y todas las casas y toda la gente y el obispo extraterrestre y las montañas y el viento y el mar se perdieron en esa noche sin luna, arrastrados por invisibles mareas muertas. Sólo en pie quedó el palo santo almendro tule con sus pajaritos y el pulpochanchovasija que en rama a toda prisa se había convertido. Quién lo diría. Eran los días de un triste arcoíris. Percudido por las cenizas, Chipa corrió como saltimbanqui en pena por las calles, gritando “el mundo se acabó”, en zapoteco. Y no era para menos.
Veintinueve de septiembre de 2017. Llegaron los niños anhelando sanar, aunque fuera un poquito, en la casa de los ancestros de la abuela filósofa de cabello blanco y corazón generoso. A dibujar vinieron, a acompañarse, a oír música que todo lo cura; debajo del almendro, los guayacanes y el olivo negro. Primero, la Sexta Sinfonía de Mahler, La muerte y la doncella de Schubert y la Pavana para una princesa muerta de Ravel. Después, Dios nunca muere, la Sandunga, La Martiniana, La Danza de la culebra y los sones pa’ las velas.
Así habló Zaratustra –en la radio, a lo lejos, escuchó. En años de vacas flacas y chupacabras famélicos, el estridente altavoz de la carroza pregonaba tlayudas, mole negro y garnachas. ¡Ay nanita! Cuentan que el día del terremoto la tierra se abrió y de sus entrañas brotaron ángeles caídos y querubines rebeldes que vigilan a las almas que se esconden de la luz. Inmediatamente, el silencio, la calma chicha, el Cantar de los Cantares y el amor, la Regada de frutas: aire, mar y tierra se arroparon de frutas, equinodermos y flores; ixquixóchitl, coronas de Cristo, pervincas rosas y anturios. Hasta mariposas amarillas volaron liberadas.
Mientras, el pulpochancho –cual genio istmeño– para siempre atrapado por amor, quedó en esa vasija de barro que como otra rama cuelga del árbol de la vida.
A mis muertos, antes de que termine el año: a mi abuela, abuelo, tías, tíos, mi hermano, mi padre, mi madre, mi compadre, entrañables amigos.

