"Mi día empieza con la noche", me dice Fabiola, curtida estudiosa de los sitios de anidación de tortugas marinas, antes de que partamos en su cuatrimoto a patrullar las playas de El Cuyo en Yucatán. Allí, a donde las tortugas marinas blancas y carey llegan a poner sus huevos, año tras año, desde tiempos remotos.

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Recorremos dos kilómetros en una noche oscura sin estrellas, sin luna, sin brisa, sin gente. Huele a mar y el único sonido es el vaivén monocorde de las olas yucatecas caribeñas en junio. Avanzamos hasta que la marea no nos deja pasar y, para mi dicha, nos vemos forzados a abandonar a su suerte oscura ese estrafalario y bullicioso vehículo de cuatro llantas que no lo deja a uno contemplar la noche, ni escuchar a la mar en paz.

Prefiero caminar los cinco kilómetros de ida y vuelta que dura el recorrido y sentir bajo mis pies el contacto de la arena húmeda, de la Tierra. Ahora estoy convencido de que la única razón de ser de las cuatrimotos es ayudar a los biólogos a buscar nidos de tortugas marinas. Sólo por eso hay que aguantarlas.

En su mochila Fabiola carga un pequeño sistema de posicionamiento global (GPS), una libreta de notas, tubos de ensayo en donde conservará las muestras de piel para estudios genéticos, cinta métrica, marcas para las aletas de las tortugas, alcohol para desinfectar y quién sabe qué chucherías más. Los dos llevamos en la frente sendas lámparas con luz roja que, según me dicen, no molesta a las tortugas. Yo, el ayudante de campo de ocasión, cargo las estacas de bambú pintadas de rojo y numeradas del 583 al 620 con las que marcaremos, enterrándolas en la arena, los nidos de las tortugas que encontremos.

Fabiola recicla las estacas de los palos abandonados de esa jimba de caña brava con la que se capturan pulpos en las costas de Campeche y Yucatán. La jimba es un arte de pesca artesanal diurno por gareteo, que me aseguran es sustentable, pero que tiende a desaparecer porque las nuevas generaciones de pescadores ya no lo quieren usar. La tarde anterior supe de su existencia, conversando a pie de playa con una pareja de enamorados y sonrientes jóvenes pescadores, Tatiana y Gerardo, originarios de Chiapas y Tabasco.

Los escuchaba mientras pelícanos y garzas se daban un festín piscívoro y las fragatas planeaban disfrutando pajareramente la cámara lenta. Mientras, a lo lejos, decenas de glotones flamencos rosados filtraban a picotazos montones de Artemia salina–esos crustáceos branquiópodos de 15 milímetros, tres ojos y 11 pares de patas, atiborrados de los carotenoides que dan el color rosa a los flamencos. Las Artemias son invertebrados primitivos que, como nosotros los vertebrados, tienen hemoglobina en la sangre, y que parecen no haber cambiado nada en 100 millones de años. Como las tortugas marinas.

Siempre soñé con ver a las tortugas marinas desovando en una noche estrellada. Y la Dra. Melania López, una experimentada científica que lidera el programa de tortugas marinas de Pronatura Península Yucatán, AC, me había dicho que El Cuyo es una de las dos playas más importantes del Caribe mexicano en donde las tortugas blanca y carey anidan. La otra es la Isla Holbox en Quintana Roo.

Esa noche, después de kilómetros de playa, aumentaba poco a poco mi frustración callada de ver, una y otra vez, sólo huellas de tortugas en la arena. Nada de tortugas vivas, sólo sus zigzagueantes idas y venidas indecisas de la mar y hacia la mar. Me preguntaba: ¿Será que hoy no vienen, que no es la hora adecuada, que no les gustó esta playa o que nos detectaron y decidieron anidar en otro lado? ¿O será que las espantó desde lejos esa monstruosa y escandalosa cuatrimoto que abandonamos a su suerte?

De repente, en la oscuridad se revela, silenciosa en donde rompen las olas, una fantasmagórica forma tortuguesca. Agazapado en la arena, a escasos metros de la línea de marea, contemplo boquiabierto la silueta en movimiento de una tortuga marina que emergía lenta, casi dolorosamente de la mar. Se arrastra con determinación evolutiva milenaria. Es una tortuga blanca hembra que nadó quién sabe cuántos miles de kilómetros desde quién sabe qué océano remoto para llegar a El Cuyo, tal vez a la misma playa en la que nació décadas atrás.

Inmóvil, aguanto la respiración, agudizo vista, oído y olfato en medio de la oscuridad y del ir y venir monótono de las olas, tratando de discernir cómo sube la playa este inmenso reptil marino. Repentinamente, un sonido como de chancleteo distrae mi atención y me hace voltear hacia el otro lado. Es cuando me doy cuenta de que otra tortuga está subiendo por la playa y que son sus aletas las que suenan como chancletas al golpear la arena mojada. Estoy en medio de la ruta que siguen las dos tortugas para llegar a la parte alta de la playa y hacer sus nidos. Y no sé qué hacer.

No más de diez metros me separan de ellas. ¿Qué hacer para evitar que me atropellen, que me pasen por encima? Lo único que se me ocurre es pecho a tierra y quedarme inmóvil como cuando de boy scout me escondía y escudriñaba. Como si oliera mi espanto (las tortugas tienen mala vista, pero muy buen olfato), la tortuga de la derecha gira y se dirige directo hacia mí. Instintivamente bajo la cabeza hasta tocar la arena con la frente, en señal de sumisión (no sé porque se me ocurrió esto, que la verdad ahora me parece una reacción más o menos ridícula) y miro de reojo a esa mole acorazada, rogándole que no pase sobre mi frágil humanidad.

Nunca sabré si la tortuga se dio por enterada de mi ritual de sumisión, pero el caso es que me miró con sus grandes ojos y cuando estaba a menos de dos metros de mi cabeza decidió cambiar de rumbo y seguir su camino zigzagueante. Seguro tenía cosas mucho más importantes que hacer que embestir a un bulto humano asustado: hacer su nido, dejar sus 100 huevos, tapar el nido y volver a la mar para adentrarse en lo que la Dra. López llama los “años perdidos” de las tortugas marinas. Porque las tortugas marinas pasan sólo uno por ciento de su vida en tierra y el otro 99% en el mar.

Una vez que recobré mi aplastado orgullo propio, acompañé a Fabiola a estudiar a la otra tortuga. La observé excavar y moldear con sus aletas traseras un nido perfecto como sólo los quelonios marinos saben hacerlo, depositar sus huevos lentamente mientras entraba en algo parecido a un trance y después regresar a la mar, tras haber cubierto, cuidadosamente, los huevos con arena. Se fue con la misma parsimonia con la que llegó. Vino a lo que venía. Y, no sé por qué, pero me dejó un extraño vacío como jamás había experimentado.

Alcé la vista. El cielo seguía sin luna, pero la noche ya no estaba oscura. Miré estrellas fugaces titilando en un marco de palmeras arrulladas por el viento, y pedí el deseo de ver, una vez más, a una tortuga marina desovando. Pero, para mi sorpresa, no eran meteoros lo que vi sino destellos de las luciérnagas danzantes de El Cuyo, ese mágico lugar yucateco en donde los días empiezan de noche.


Científico y ambientalista

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