Yuval Noah Harari, destacado historiador israelí, profesor en la Universidad Hebrea de Jerusalén, es uno de los más exitosos escritores contemporáneos. Entre los best sellers que ha escrito, destacan Sapiens: De animales a dioses; Homo Deus: Breve historia del mañana; 21 lecciones para el siglo XXI.

En la extensa introducción del libro Homo Deus: Breve historia del mañana (2015), Harari pronosticó el agotamiento de la hambruna, la guerra y la peste. Con ello, la humanidad se vería en la posibilidad de elaborar una nueva agenda.

Hambre

Durante extensos periodos en la historia, la humanidad ha padecido hambre. Sin embargo, en los 100 años recientes, gracias a notables avances tecnológicos y políticos ha sido posible empezar a apartar a la humanidad del umbral biológico de pobreza.

En la actualidad, destaca Harari, mueren más personas de obesidad que de desnutrición. La diabetes inclusive resulta mucho más mortífera que los terroristas.

Importantes organismos internacionales, como Naciones Unidas, hoy consideran factible poder erradicar el hambre y la pobreza en el mundo.

Los dos primeros precisamente destacan el propósito de erradicar el hambre y terminar con la pobreza en el mundo en tan solo diez años.

Seguramente los devastadores efectos del Covid-19 obligarán a que Naciones Unidas repare en la necesidad de postergar el año en el cual la humanidad alcanzará las nobles metas dispuestas en los Objetivos de Desarrollo Sostenible.

Guerras

En el pasado, las guerras parecían inherentes al desarrollo de los pueblos y las sociedades. La paz era un estado de excepción, una breve pausa en el inevitable tránsito a la siguiente guerra.

Los frecuentes conflictos armados se encargaron de afirmar la inevitabilidad de la incertidumbre en la vida cotidiana de las personas. La gente vivía pocos años y siempre corría el riesgo de perder todo.

Sin embargo, a pesar del abrupto y violento inicio de un nuevo milenio, en el siglo XXI el número de guerras ha registrado un pronunciado descenso. No sin cierta ironía Harari afirma que ahora el azúcar es más peligroso que la pólvora.

Las armas nucleares, que en cuestión de minutos pueden destruir al planeta, introdujeron un complejo sistema de equilibrios, el cual efectivamente ha inhibido el fatal advenimiento de una tercera guerra mundial.

No obstante, en nuestros días han proliferado ciberguerras silenciosas. En lugar de misiles de gran alcance se recurre a “bombas lógicas” -códigos de programación maliciosos- destinados a dañar los sistemas de comunicaciones y la infraestructura de servicios de las naciones enemigas.

Las ciberguerras pueden resultar tan devastadores como las bombas atómicas.

Pestes

A través de la historia, la humanidad ha sido azotada por recurrentes brotes epidémicos. En el siglo XIV, la Peste Negra, provocada por una bacteria que habitaba en las pulgas, provocó millones de muertes -entre 75 y 200, según Harari-.

Con la llegada de los europeos al Nuevo Mundo, arribaron también enfermedades infecciosas devastadoras. La viruela, por ejemplo, fue determinante en la caída de México Tenochtitlán, el 13 de agosto de 1521. La población en México fue estimada en 22 millones de personas en 1520. 70 años después, en 1580, descendió a 2 millones.

Posteriores cataclismos azotaron al mundo. Millones de personas vivieron un temor crónico desde la impotencia aprendida.

En el siglo XX, la “gripe española” causó más muertes que la primera guerra mundial. En años posteriores, la incidencia y el impacto de las epidemias descendió de forma significativa. La viruela fue erradicada.

El sida resucitó el viejo discurso de radicales, fanáticos y ortodoxos, quienes afirmaron que el sida era un castigo de Dios para los homosexuales. Toda peste -el sida, también- representa un castigo divino.

Con el desarrollo de efectivos medicamentos, los efectos trágicos del sida consiguieron ser atenuados. De enfermedad mortal pasó a enfermedad crónica.

Gracias a formidables adelantos en biotecnología, ingeniería genética, medicina regenerativa y nanotecnología, entre otras, se empezó a considerar factible extender los años de vida, desafiando incluso la fatalidad de la muerte -el tránsito del Homo Sapiens al Homo Deus, el advenimiento de los amortales.

En tan solo dos siglos, la esperanza de vida prácticamente se duplicó. En naciones desarrolladas, hoy la esperanza de vida pasa de los 80 años. Además, la mortalidad infantil se ha reducido de forma drástica (menos de 5% en el mundo).

Vencer la fatalidad de la muerte dejó de ser tema exclusivo de la literatura de ciencia ficción para convertirse en uno de los principales problemás técnicos en las ciencias y tecnologías de punta.

Google, por ejemplo, con oportunidad advirtió las posibilidades que abre la fusión de la biotecnología y tecnología de la información y, ubicó a Ray Kurzwel como director de Calico, empresa dedicada a prolongar la vida.

Sin embargo, también desatendimos algunas señales de alerta -la gripe aviar, la gripa porcina, el ébola-, reveladoras de la fragilidad humana.

Se pensaba que habíamos superado la edad de las pestes.

Estábamos tan equivocados.

La propagación del Covid 19 representa uno de los tantos efectos negativos de la globalización. Sin embargo, también en la globalización reside la esperanza de poder encontrar en poco tiempo las soluciones y respuestas.

Ello, por supuesto dependerá los científicos que efectivamente sean capaces de trabajar en red, compartiendo información y conocimientos; entendiendo que en las actuales circunstancias, la humanidad gana más con la cooperación que con la competencia.

Las crisis, las pandemias, las guerras son efectivos aceleradores de la historia. Del notable esfuerzo de miles de científicos en el mundo derivarán nuevas vacunas, medicamentos más efectivos, tratamientos revolucionarios para proteger y prolongar la vida humana.

Uno de los aspectos más interesantes en el imaginario neohumanista que introducen la tercera y cuarta revoluciones industriales, es la necesidad de prolongar la vida y desafiar a la muerte.

Ello, representa el valioso principio de una compleja emancipación. A través de la historia, no pocas religiones e ideologías han destacado a la muerte como principal finalidad de la vida.

En un mundo sin muerte -y por tanto sin cielo, infierno o reencarnación-, “religiones como el cristianismo, el islam o el hinduismo no tendrían sentido”.

La lucrativa industria de la culpa, a través de sus predicadores, una vez más ha recurrido al conocido repertorio de argumentos para afirmar que el Covid-19 es un castigo de Dios a la ingratitud humana.

Donald Trump, por ejemplo, afirmó que la pandemia es un castigo divino a la homosexualidad. Sin embargo, el mundo algo ha cambiado y, tales discursos hoy solo producen indignación.

No obstante, debemos reconocer y, con estricta humildad, que cuando nos creíamos capaces de poder prolongar la vida y desafiar a la muerte, un minúsculo virus exhibió nuestra fragilidad, nuestra arrogancia, nuestros límites.

El mejor aprendizaje que nos podría dejar la terrible pandemia se instalaría en la renovada perspectiva del tiempo.

No disponemos de suficientes avances en materia de inteligencia artificial ni computación cuántica

En no pocos países los sistemas de telecomunicaciones no fueron capaces de soportar el súbito incremento de tráfico en la red. Muchos naciones parecen más viejas sociedades industriales que sociedades que efectivamente se han instalado en el imaginario de la información y el conocimiento

Los nanorrobots que diseñamos para ser introducidos en nuestra corriente sanguínea no estaban preparados para enfrentar al enemigo inesperado.

Necesitamos revalorar la importancia de nuestros servicios de salud. Necesitamos reinventar la política. Necesitamos estar mejor preparados. Necesitamos aprovechar mejor el tiempo.

No debemos claudicar en la necesidad de prolongar la vida y desafiar a la muerte. Sin embargo, debemos marchar más aprisa.

Se nos está acabando el tiempo.

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