Por: Diana Sánchez

La vida de las personas en reclusión está sometida a muchos distintos factores y voluntades exteriores, aquí se materializa tanto la decisión como la indecisión de las autoridades. Las personas dentro de las cárceles viven condicionadas a gobiernos que muy pocas veces se ocupan por lo que pasa ahí dentro, porque su única preocupación es encontrar la manera de mantenerlos aislados del resto y evitar que afecten el exterior – de paso, haciéndolos responsables de problemas de fondo como la seguridad en el país y la erosión de nuestra sociedad.

Aun cuando el Estado es el responsable de garantizar las condiciones de vida y los derechos de las personas en prisión, la realidad es que muy pocas veces se procura su vida digna y el diseño de acciones que fomenten y, en mayor medida, garanticen su reinserción. Las personas reclusas importan muy poco, no son electores, no son grupos de presión – el ruido que se escucha dentro de esas paredes no resuena al exterior.

En general, estamos acostumbrados a enfrentarnos a un mundo que no fue creado para nosotros, que se preocupa por los menos y que deja a los demás condicionados a su capacidad de adaptación. Ahí dentro, la historia no es muy diferente – recrudecida – pero la situación se reproduce. En las prisiones se vive bajo una rutina de injusticias, violencia, abusos y corrupción; ahí no hay escapatoria porque la supervivencia, literal y no literalmente, está en juego.

Ahora bien, las mujeres reclusas se enfrentan a condiciones adversas desde muchos frentes; son vulnerables no sólo por estar privadas de la libertad sino por ser mujeres dentro de un sistema que no las reconoce, ni intenta entenderlas y tampoco les procura condiciones adecuadas. Son mujeres que muchas veces llegaron ahí intentando escapar de la cárcel que estaba afuera, impuesta por los seres que debían protegerlas, huyendo de golpes, malos tratos, torturas, amenazas, violaciones y, ¿para qué? para encontrarse con lo mismo en un espacio diferente.

En México existe un problema estructural que se agrava por la aplicación excesiva de la prisión preventiva como mecanismo para garantizar el paradero de una persona durante el tiempo de investigación del delito por el que haya sido imputado. Ello ha derivado en sobrepoblación en los centros de reclusión y en poca atención a las particularidades de cada caso; ahí las mujeres, igual que acá, son consideradas una adhesión en un sistema patriarcal.

Muchas mujeres se enfrentan a las 48 horas más largas de su vida, porque esta medida que debería durar no más de 4 días – en casos específicos – se extiende indefinidamente dejándolas en una posición de incertidumbre, siendo culpables sin sentencia. En muchos casos, se encuentran incomunicadas con sus familias e incluso con sus defensores, dejándolas sin la posibilidad de conocer el avance en las investigaciones que las involucran y, a final de cuentas, el destino de sus vidas.

La prisión preventiva se aplica como un mecanismo de control más que como una solución real al problema de inseguridad en el país. Con la ampliación del catálogo de delitos que la ameritan, se pone en jaque la posibilidad de las personas de presumirse inocentes y la sostenibilidad del sistema penitenciario. Más grave aún, no existe evidencia que muestre que esta medida impacte, positivamente, en el número de víctimas de delitos y tampoco nos ayudará a estar más seguros.

En cambio, los centros penitenciarios se vuelven el ecosistema idóneo para el crimen, no sólo por la convivencia constante de personas imputadas por algún delito, sino por la manera en la que operan. En la impunidad crece la ilegalidad y, las prácticas irregulares que muchas veces llevaron a las personas a estar ahí, son parte de su vida diaria y reproducirlas, la única manera de sobrevivir.


Investigadora del Observatorio Nacional Ciudadano
@_dianasanchezf

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