Teresa Martínez

“Este cerrará como el año más violento”, es una frase que, tristemente, se ha vuelto recurrente en los últimos tiempos, ya que año tras año, las tasas de homicidio alcanzan nuevos records históricos en el país.

Sin negar la validez e importancia del dato reportado periódicamente por fuentes oficiales, la repetida fórmula implica, al menos, dos riesgos: que de tanto evocarla pierda impacto y efecto, tanto en la opinión pública como entre los tomadores de decisiones. Nosotros, los ciudadanos, nos acostumbraremos a lidiar con niveles más altos de violencia; los servidores públicos a administrar las crisis de manera mediática y no necesariamente práctica.

El segundo riesgo es que, reparando obsesivamente en la creciente curva de homicidos, perdamos de vista una valoración más cualitativa y profunda de este fenómeno y, con ello, caigamos en simplificaciones, visiones miopes o generalizaciones riesgosas que de poco o nada ayudan a avanzar frente a este reto.

Y es que, aunque el tema esté en boca de todo el mundo, o tal vez por la misma razón, hay que evitar simplificaciones en las que se cuenten historias de “buenos y malos” cuando la diversidad de actores violentos, estatales y no estatales nos exige lecturas más cuidadosas, más minuciosas, en todo caso, más responsables.

Una visión estrictamente normativa tiende a calificar todas las expresiones de violencia como resultado de un ente llamado “crimen organizado”, renunciando con ello a explicarnos mejor las diversas configuraciones (político-criminales) en las que la violencia juega un papel central. Si bien el crimen organizado es un actor cardinal en las tendencias de violencia, debemos seguir preguntándonos qué es exactamente eso que llamamos “crimen organizado” y cómo sabemos lo que sabemos de este.

En contraste, los estudios que atienden dinámicas locales, los que incorporan un abordaje sociohistórico, los que resultan de amplios y rigurosos trabajos de campo han contribuído a mostrar la complejidad de los casos que observan y, con ello, nos alertan en cómo las formas de atender las problemáticas que se busquen implementar deberán partir, precisamente de esa complejidad.

Así, por ejemplo, las multicitadas recetas de fortalecimiento a las instituciones tendrían que diseñarse a partir de diagnósticos que observen las intrincadas relaciones entre actores gubernamentales y no gubernamentales, sus incentivos y restricciones, sus (in)capacidades y recursos. Visiones más realistas entrañarán soluciones más modestas, pero, probablemente, más precisas y efectivas.

La experiencia nos ha enseñado que “el año más violento” seguirá siendo una frase recurrente y no parece que vaya a transformarse en el corto plazo. Dado lo anterior, lo que nos corresponde ahora es a desvelar lo que hay detrás de esas tendencias, con más minucia y más detalle ya que, después de todo, el diablo está en los detalles.

Investigadora del Observatorio Nacional Ciudadano
Doctora asociada del CERI-Sciences Po, Paris
@TereMartinez,

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