Por Arturo Peláez Gálvez

El pasado 18 de junio se cumplieron 15 años de la promulgación de la reforma constitucional en materia penal, cuya principal bandera era la implementación de un modelo garantista, que iba a superar la arbitrariedad del Ministerio Público y el excesivo papeleo con audiencias orales, mecanismos de control judicial y, sobre todo, se prometía hacer realidad el principio constitucional de brindar una justicia “pronta y expedita”. No fue así.

Una reforma de ese calado tenía la intención de despresurizar el sistema penal, mediante una serie de salidas alternas que privilegiaran la reparación del daño, antes que la prisión. La reforma apuntaba a destronar a la confesión como la “prueba reina”, obtenida frecuentemente mediante coerción e incluso tortura, y privilegiar en cambio, las debidas diligencias para obtener indicios que sirvieran como medios de prueba.

Esta reforma, obligatoria en los ámbitos federal y locales produjo múltiples resistencias por parte de los propios operadores del sistema, que veían con temor la pérdida de las ventajas que el anterior modelo le concedía al aparato penal para presumir la culpabilidad antes que la inocencia. Tanto la clase política, como los tomadores de decisión admitían que a partir de entonces era políticamente correcto incluir en sus declaraciones las palabras derechos humanos, presunción de inocencia y debido proceso.

Se destinaron ingentes recursos para capacitar a toda una generación de servidores públicos en la implementación de la reforma, establecer salas de juicio oral en todo el país y reclutar a nuevos elementos. A la par, se pretendía equilibrar los derechos de las personas inculpadas y de las víctimas, pero la sensación común es que quienes capitalizaron la novedad constitucional fueron las primeras, a costa de las segundas.

De inmediato muchos criminales aprendieron a usar las bondades de las garantías procesales y gracias a ello, por ejemplo, una persona aprehendida por la comisión de un delito puede inventarse una identidad y negarse a dar sus huellas dactilares. Con ello se impide a las autoridades identificar si ya tenía o no, ingresos previos en algún reclusorio.

Con un entendimiento perverso de la reforma y, sobre todo, con la posterior incorporación legal de facultades de investigación para las policías preventivas se crearon incentivos perversos para realizar detenciones arbitrarias, como le sucedió en mayo pasado, al joven GF quien fue detenido y torturado por miembros de la Secretaría de Seguridad capitalina como imputado por un homicidio que no cometió. Fue exclusivamente por los trabajos de investigación de los agentes de la Fiscalía para la Investigación Estratégica del Delito de Homicidio de la CDMX que se logró esclarecer que GF no era responsable, y ello motivó una disculpa pública del secretario de seguridad y el arresto de los policías implicados, tal como documentó este diario el 12 de junio pasado.

Ejemplos similares al respecto se han acumulado a lo largo de los años y sugieren dar la razón a quienes piensan que la reforma fue adquirida como un auto de lujo, pero utilizado como vehículo de carga, en el que se depositaron las inercias institucionales de una masa de personal operativo obligado a incrementar el número de detenciones para hacer quedar bien a sus jefes. Pero en las entrañas institucionales, poco se ha hecho en el país para profesionalizar y, sobre todo, para dignificar al personal de seguridad pública y procuración de justicia con remuneraciones apropiadas y con un escalafón que premie el mérito y no las recomendaciones políticas.

Investigador

@PelaezGalvez

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