El Informe Regional de Desarrollo Humano , publicado recientemente por el Programa de las Naciones Unidas para el Desarrollo (PNUD) nos confronta un vez más, como país y como parte de América Latina, con una de nuestras realidades más vergonzantes.

Latinoamérica es la segunda región con mayor desigualdad en el mundo –después de África Subsahariana--, donde México, Brasil y Chile son los países con la concentración del ingreso más alta y, por tanto, de mayor desigualdad.

En México, destaca el Informe, el 10 por ciento de la población con ingresos más altos captó el 59 por ciento de los ingresos nacionales, es decir, casi las dos terceras partes de la riqueza generada durante la última década. Al mismo tiempo, el sector más rico del país, que representa tan solo el uno por ciento de la población, concentró el 29 por ciento del ingreso total.

De acuerdo con el Informe, para naciones con marcadas desigualdades --como México— muy difícilmente pueden aspirar a verdaderos niveles de desarrollo y a condiciones que las alejen de ambientes y situaciones de violencia.

Al considerar que América Latina está sumergida en “una trampa de alta desigualdad y bajo crecimiento”, estos fenómenos interactúan en un círculo vicioso que limita la capacidad de progreso en todos los frentes del desarrollo humano. Junto a la elevada desigualdad –subraya el Informe—Latinoamérica se caracteriza también por un crecimiento volátil y generalmente bajo, resultado de una baja productividad.

No solo eso. El Informe también termina por confirmar algunas de las consecuencias económicas y sociales que se pronosticaban ante esta costosa e interminable emergencia sanitaria: “La pandemia de Covid-19 profundizó las ya de por sí grandes desigualdades en América Latina”.

Aunque durante décadas para nadie en nuestro país ha sido un secreto que México es uno de los países más desiguales del mundo, lo cierto es que no nos gusta que nos confronten con esta injusta y penosa realidad, aún menos cuando el recordatorio proviene de uno de los organismos más respetados de las Naciones Unidas.

Si bien es cierto que las causas de esta desigualdad en México y en Latinoamérica han sido atribuidas históricamente a factores diversos, como la falta de crecimiento y de inversión, que a su vez redundaron en una insuficiente generación de empleos, existen otros aspectos que nos mantienen dentro de un círculo vicioso del que no hemos podido salir.

En México, los gobiernos no han sabido o no han sido capaces de diseñar e implementar una verdadera política de Estado, que trascienda a los intereses sexenales y que promueva políticas redistributivas eficaces y novedosas del ingreso. Lo anterior, aunado a situaciones a todas luces anómalas como los privilegios fiscales en que han vivido empresas poderosas y sectores completos de nuestra mermada economía.

Las condiciones generales en México son más que complejas, particularmente en lo que se refiere a la falta de confianza para la inversión. Vivimos en un Estado de Derecho débil, con instituciones frágiles y con amplios sectores de la población que no acceden fácilmente a oportunidades de una más y mejor educación y a servicios como la salud y la justicia, todos ellos elementos fundamentales para el desarrollo.

Es en este contexto que la advertencia que hace el Informe de la PNUD sobre la profundización de las desigualdades en México y América Latina, a partir de la pandemia, deben encender los focos rojos. No parece haber ya espacio para un mayor empobrecimiento de nuestras poblaciones. El asunto es de la mayor importancia. Resulta, primero, de elemental justicia, pero también está estrechamente vinculado con las posibilidades reales de progreso y paz social.

Académico de la UNAM

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