Escribo estas líneas desde la finca Lusitania en Caldas, en la Cordillera central de Colombia. Bebo café Botero en la terraza sombreada que me incrusta en el paisaje cafetalero de las pendientes y hondonadas inacabables que esconden al Nevado Ruiz en la lejanía, y mucho más lejos, la altura de otro trozo de esta cordillera andina inacabable. La visita y la vista es generosidad del amigo Ricardo Botero, cuya familia cultiva el café desde el final del siglo XIX; la finca es quien provee del brebaje oscuro y aterciopelado, motivador de conversaciones, alcahuete de la imaginación a la Feria del Libro de Manizales, en el bellísimo edificio que diseñó el arquitecto Rogelio Salmona para la Universidad de Caldas. Me parece curioso el engranaje singular de los habitantes y su paisaje, ese contraste entre la abrupta orografía que no cesa y la suavidad hospitalaria de los caldenses.

Me encanta poner un pie en el café que me acompaña cada mañana porque si no mi cabeza no piensa y mi cuerpo se duele como si le hubiera dado una paliza la vida. El café es mi vicio; no tiene que ser mucho, pero necesito la dosis y mejor si viene aderezada del paisaje donde crecen los cafetos que presumen su cereza, que luego de beneficiada y ser pergamino y verde, será el tostado que suelte con la cachondería del agua caliente su virtud de seducción. Estoy en el centro mismo de la producción cafetalera colombiana, y quien haya bebido el café de este país sabe que hablo de una tradición larga y de calidad, de un amor a la planta y su beneficio, de un respeto a los trabajadores, como lo revela la explicación de Ricardo. Curioso que esta planta de Abisinia me tenga aquí lejos de México y me abisme a mis orígenes: al abuelo cafetalero que emigró de Santander al Soconusco. Yo fui a buscar a mi abuelo en esa frontera sur de México, fui a husmear sus sueños, a reconocer la hazaña de fundar una vida nueva entre un cultivo no conocido, a buscar al culpable de su muerte y de la orfandad de mi padre. Entré en ese Café cortado y no me he podido salir; una emoción antigua, de sueños hundidos, de herencias náufragas, me atiza cuando llego de nuevo al cafetal. Amistades colombianas me acercan a otra geografía del café, al paisaje andino, que en su sinuosidad impredecible impidió el aterrizaje de mi vuelo a la primera, lo hizo volver a Bogotá y luego la pericia de los pilotos colombianos dominaron la pista corta y ventosa de Pereira.

Manizales es todo ondulaciones, incluso el centro cultural de la Universidad de Caldas, donde la feria congrega a autores de varias naciones, parece contonearse con la voluptuosidad serrana, abriéndose al espacio por distintas alturas y puntos cardinales. Envidio la torre desde donde escribe mi amigo Octavio Escobar, bañada de luz y perspectiva, flanqueada por un horizonte montañoso y abierto que invita al sueño. No me asombra que lo mismo escriba novela negra que un cuento luminoso y melancólico para los niños del mundo. Bebo café Botero y saboreo las amistades que achatan las distancias, que lo mismo traen a Élmer Mendoza y Leonor Quijada, espléndida productora de espectáculos, desde Culiacán, y a mi abuelo santanderino y mi padre chiapaneco a esta terraza de los sueños en bruma, donde Ricardo resuelve mi perplejidad ante los cafetos expuestos al sol y no bajo la sombra de sus árboles protectores. Alguna vez una variedad de alto rendimiento desbancó a la habitual y para acelerar su fotosíntesis la despejaron de la fronda y del pacto ambiental que hacía que la tierra no se deslavara, que ciertas aves y otras especies animales vivieran allí. Tomará tiempo devolver al cafeto la sombra, será imposible dar vida de nuevo al cable más grande del mundo que llevaba la cosecha del café desde Manizales a Mariquita, pero aquí el café es la savia del trabajo, el orgullo de exportación desde Chinchiná, es sangre en las venas, es conversación y amistad, libros, lectura y bien-estar.

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