Participé en un ejercicio cuyo propósito era evaluar la capacidad de grandes organizaciones para anticipar los cambios externos que más las impactaron. Para ello, se compararon sus anteriores planes estratégicos y sus presupuestos anuales con lo que en realidad pasó. El ejercicio reveló muchas cosas, pero hay tres que vale la pena destacar. La primera es que ninguna de las organizaciones estudiadas vio venir grandes eventos como la crisis financiera de 2008, el Brexit, la elección de Donald Trump o, por supuesto, la pandemia del Covid-19. La segunda es que, aun las que identificaron correctamente las tendencias que las afectarían, se equivocaron en sus cálculos de cuánto tardarían en sentir sus consecuencias. Todo pasó más rápido. La tercera es que una de las tendencias cuya velocidad más se subestimó fue la revolución digital.

El impacto de las nuevas tecnologías digitales se ha amplificado gracias a la rápida diseminación de la Inteligencia Artificial, la robotización, Blockchain, el big data, y demás innovaciones en esta área. Estas nuevas tecnologías producirán cambios enormes y muy pronto. La pandemia ha acelerado los planes de digitalización de empresas y gobiernos.

Pero el consenso que hay acerca de los cambios y su velocidad desaparece al hablar de las consecuencias que tendrán. Para unos, la revolución digital abre posibilidades inéditas para la humanidad. Para otros, estas tecnologías constituyen una de las principales amenazas de estos tiempos.

La preocupación es que la revolución digital va a destruir una enorme cantidad de puestos de trabajo y que, en las próximas décadas, se creará lo que el historiador Yuval Harari ha llamado “la clase inútil”, un grupo social permanentemente desempleado al cual el resto de la sociedad deberá mantener.

Esta no es una preocupación nueva. El temor de que la automatización produce desempleo apareció con la revolución industrial y no ha menguado. El presidente John F. Kennedy alertó de que uno de los principales retos de la década de los sesenta sería mantener el nivel de empleo al mismo tiempo que “las máquinas reemplazan hombres”. Estas ansiedades resultaron infundadas ya que las nuevas tecnologías, no solo “reemplazaron hombres” sino que también crearon empleos en nuevas industrias, compensando así con creces los empleos perdidos.

¿Pasará lo mismo con la revolución digital? ¿Creará más empleos de los que destruirá? Joseph Schumpeter llamó a este proceso la “destrucción creativa”.

Hay quienes argumentan que esta vez es distinto y que el shock tecnológico será más amplio y más veloz. De ser así y, en efecto, se nos viene encima un tsunami de desocupación laboral, ¿qué hacer? Hasta ahora hay solo cuatro ideas.

La primera es el proteccionismo digital. Consiste en encarecer a través de impuestos, aranceles y otros mecanismos, el uso de robots y tecnologías digitales que reducen el empleo. Esta es una muy mala idea. Las economías que desincentivan la adopción de nuevas tecnologías pierden competitividad y sufren importantes rezagos y distorsiones económicas.

La segunda idea es la de reeducar a quienes han perdido su trabajo. Este es un encomiable objetivo y la mayoría de los países ya cuentan con programas para darle a los desempleados nuevas destrezas. Lamentablemente, los resultados han sido limitados. No hay ninguna experiencia exitosa de reeducación a gran escala.

Pero, sin duda, hay que seguir perfeccionado estas iniciativas y hacer lo posible para dotar a los trabajadores con capacidades más acordes a las que demanda el mercado laboral.

La tercera idea no es nueva: el empleo público. Cada vez que una sociedad experimenta un aumento drástico en su tasa de desocupación, el Gobierno intenta paliar la situación creando puestos de trabajo que, si bien no son necesarios, sirven para darle un ingreso a quienes lo han perdido. Esto puede funcionar como una medida de emergencia temporal, pero su adopción como política permanente es onerosa, contraproducente e insostenible a largo plazo.

La cuarta propuesta es la de garantizar un ingreso básico universal. Esto quiere decir que todos los adultos tendrán un ingreso mínimo asegurado y permanente, independientemente de si trabajan o no. Esta idea es muy costosa y puede desincentivar el trabajo. Pero si se usa para reemplazar subsidios ineficientes sus costos pueden ser reducidos. Además, la gente no solo trabaja para obtener un ingreso, sino que tiene otras motivaciones no monetarias.

La buena noticia es que quizás nada de esto haga falta. Hasta ahora no hay síntomas de que la destrucción creativa de Schumpeter haya desaparecido. Es perfectamente posible que estas nuevas tecnologías produzcan más y mejores empleos de los que destruirán. Los efectos de la pandemia sobre el empleo están aun por verse.

Pero, si esta vez es diferente y los nuevos empleos no aparecen a tiempo, estaremos enfrentando uno de los mayores retos de este siglo. Por eso es urgente ir pensando en qué hacer si eso sucede.

Miembro distinguido del Carnegie Endowment for International Peace 

@moisesnaim

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