En junio pasado, López Obrador anunció que en la segunda mitad de su sexenio impulsaría tres reformas a la Constitución: fortalecer a la Comisión Federal de Electricidad (CFE), hacer una reforma electoral que incluirá eliminar los 32 senadores plurinominales y eliminar los 200 diputados plurinominales (¿o tal vez sólo reducirlos a 100?), e incorporar a la Guardia Nacional a la Secretaría de la Defensa Nacional.

En principio era bueno que un presidente que parece gobernar por impulsos inmediatos y ocurrencias sin fin, anunciara una especie de plan legislativo. La parte positiva del anuncio era que no habría más sorpresas en los tres años siguientes. De esas tres reformas, la que menos problemas políticos generaría es la de la Guardia Nacional, no por ser una buena política de seguridad, sino porque simplemente reconocería jurídicamente una realidad que ya existe, la militarización de la seguridad pública.

En cambio, las dos otras reformas generarán turbulencias porque implican la destrucción de instituciones que funcionan de forma adecuada (sin ser perfectas), especialmente el INE con su indispensable autonomía del poder político. En este caso, las variables de esa posible reforma son muchas, desde los recursos que reciben los partidos, hasta la existencia o no de plurinominales, o el número de consejeros. pero uno de los cambios más dañinos sería precisamente que el organismo electoral dejara de ser autónomo para depender del gobierno, como en los tiempos del PRI como partido dominante. Un verdadero retroceso porque se terminaría con uno de los más valiosos instrumentos de nuestro sistema electoral: la ciudadanización de las elecciones.

Por otra parte, completar la contrarreforma energética significaría regresar al monopolio sobre la electricidad que tuvieron esos mismos gobiernos priistas de hace medio siglo, cuando los empresarios estaban subordinados al poder y la economía mexicana no estaba aún globalizada.

Las tres iniciativas representan claramente la esencia de la 4T: la desmodernización del país, la destrucción de 30 años de avances para regresar a un pasado más bien autoritario, más bien estatista, y disfuncional frente al mundo del Siglo XXI.

Precisamente en el contexto de la anunciada reforma electoral, el pasado 1 de agosto la confusa consulta que supuestamente iba a abrir la puerta para juzgar a los exgobernantes resultó un fracaso con una votación poco más del 7% del padrón. Tanto, que ya nadie habla de si se van a juzgar a los exgobernantes o no, y ahora al único que se persigue es a un precandidato panista a la presidencia, no a los odiados expresidentes.

De todas formas el gobierno culpó al INE por haber “boicoteado” el proceso, sin reparar en que antes les había negado recursos para llevar a cabo la consulta, y luego lo acusó de no instalar las casillas suficientes.

Los mismos argumentos se volvieron a presentar en la mañanera del 23 de agosto, ahora por la consulta que viene sobre la revocación de mandato. AMLO volvió a acusar al INE de en contra de la siguiente consulta; les dijo “truculentos”, aseguró que intencionalmente estaban exagerando el costo de la consulta, y declaró que la misma se podría pagar con el sueldo de los funcionarios del mismo instituto, en lugar de solicitar recursos para ello.

Dejemos la mala fe (y el absurdo) que se oculta detrás de esta declaración. Me interesa más la segunda parte de la declaración, en el sentido de que si el INE no organizara la consulta (la tiene que hacer por Ley), entonces él mismo López Obrador la haría “con apoyo del pueblo”. Esto, aunque imposible de realizar, se formula como una amenaza para insistir en que el INE mismo no es necesario y por ello se requiere una nueva reforma electoral que lo borre del mapa.

Pero organizar una consulta sin el INE sería un error garrafal: los organizadores no serían imparciales porque serían las mismas bases de Morena, no tendría ninguna legitimidad ni credibilidad, y las probabilidades de alcanzar el 40% de los votantes, ya escasas, se reducirían aún más.

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