En medio de reclamos por la falta de regulación, asistencia y protección, cada 23 de junio se celebra el día mundial del alertador de corrupción. La demanda de atención a una figura como esta —tan polémica como eficaz—, se incrementó con motivo de la “Directiva (UE) 2019/1937 del Parlamento Europeo y del Consejo, relativa a la protección de las personas que informen sobre infracciones del derecho de la Unión”, que incluye delitos cometidos en ámbitos de corrupción compleja. Según lo establece la Directiva de referencia, “dichas personas actúan como denunciantes” (en inglés conocidos coloquialmente como “whistleblowers”) y por ello desempeñan un papel clave a la hora de descubrir y prevenir esas infracciones y de proteger el bienestar de la sociedad. Sin embargo —continúa el preámbulo de la Directiva—, los denunciantes potenciales suelen renunciar a informar sobre sus preocupaciones o sospechas por temor a represalias.

La desprotección de las personas alertadoras representa un problema mundial, mientras al mismo tiempo configura uno de los grandes desafíos a la teoría y práctica del compliance, con especial referencia al ámbito criminal. No sólo se trata de protegerles de represalias, venganzas e intimidaciones, sino también de fortalecer el sistema de justicia. Sus aportaciones son fundamentales para salvaguardar la contratación pública del fraude y la corrupción, evitar mayores daños al medio ambiente, gestionar de manera responsable y segura el combustible y defender la cadena alimentaria, la sanidad y el bienestar de los animales. Lo mismo aplica de cara a impulsar la seguridad de las redes sociales, combatir la pornografía infantil, el turismo sexual o el tráfico y la trata de personas. Sin las denuncias de los alertadores, miles de delitos quedarían fuera del escrutinio de la Fiscalía y de la condena judicial.

Las mejores prácticas internacionales muestran que los datos aportados por el whistleblower han sido esenciales en las investigaciones realizadas por entidades vinculadas al sector energético, bancario, bursátil, de salud y transporte, así como las impulsadas por proveedores de servicios digitales, de computación en nube y suministradores de bienes básicos como agua, la electricidad o el gas. De ahí que, como se desprende de la Directiva, la prevención y el combate de hechos como los señalados —especialmente la corrupción—, impulse los ingresos y la recaudación del Estado, el debido aprovechamiento de los impuestos, fortalezca el crecimiento económico y reafirme la confianza de la ciudadanía en el Estado de derecho.

Lo escrito hasta ahora puede sonar extraño, pues el debate —a escala teórica y práctica— es casi nulo en nuestro entorno. Por eso vale la pena preguntarnos ¿existen casos (sólidos) de alertadores de corrupción en México? Mencionaré uno, aunque deben existir cientos de potenciales alertadores de corrupción más: el caso Odebrecht se está solventando, en Fiscalías y Tribunales, debido a las aportaciones de Emilio Lozoya Austin: con base en su denuncia se renegoció el contrato con la empresa Braskem, se ahorraron 13 mil millones de pesos para el Estado mexicano y se evitó un juicio de varios años con posibilidades de perderlo. Al mismo tiempo, se puso al descubierto un aparato organizado de poder, implementado en el pasado, para someter nuestros recursos naturales a empresas extranjeras, en perjuicio de todas y todos los mexicanos. Al respecto, vale la pena señalar que la judicialización de diversos casos penales, materializados con base en las afirmaciones y datos de prueba aportados por Lozoya Austin, evidencian la solidez de su denuncia.

De ahí el interrogante indicado en el título ¿por qué proteger al alertador? La respuesta salta a la vista: porque a partir de la denuncia presentada ante la Fiscalía General de la República, Lozoya Austin ha sufrido una violencia mediática sin precedentes en nuestro país (impulsada por quienes quieren callarlo, anularlo y desterrarlo), ha sido traicionado por testigos de los hechos de corrupción (los cooptaron, indujeron y no resistieron) y fue víctima de otra traición —la segunda, pero no la última—, ejecutada por quienes lo representaban y más tarde le dieron la espalda. Estos ataques no van a cesar. Por el contrario, se van a incrementar, pues el avance firme de este alertador, por la ruta del criterio de oportunidad, es una mala noticia para los autores y cómplices de corrupción del pasado. Por eso hay que proteger al alertador: porque su colaboración —clara y permanente— con las instituciones de la República, le hace un bien al sistema de justicia y un bien a México.

Investigador. Universidad Autónoma de Chiapas.
Abogado de Emilio Lozoya Austin

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