Hace poco más de un mes tuve un percance automovilístico que me ha dejado sin coche las últimas semanas y en lo que mi auto sigue en el taller, he recurrido a las distintas opciones de movilidad que ofrece la ciudad de México. Tan solo la semana pasada, para poder llegar de mi casa a la escuela de mis hijos, de su escuela a mi oficina, de mi oficina a la escuela y de regreso a la casa, recorridos teóricamente cortos, hice uso de tres medios de transporte: vehículos de plataformas digitales, el Metrobús y, la eco bici. Tres modos de transporte para un solo día. A lo largo de mis trayectos, a veces pedaleando, a veces entre pasajeros, a veces atrapada en el tráfico, siempre vi mujeres sosteniendo la vida.

La ciudad condiciona quién puede llegar y cómo llega. Esa barrera, aunque a veces la disfrazamos de “problemas de movilidad”, tiene un sesgo profundo que afecta sobre todo a las mujeres. Cuando a una mujer le toma una hora llegar de su casa a la escuela o guardería de sus hijos, y tres o cuatro horas llegar a su trabajo, no solo pierde tiempo: la pone en una situación de vulnerabilidad. La ciudad, con sus omisiones, se vuelve una estructura que condiciona su vida. Le exige escoger trabajos con horarios “flexibles”, sacrificando empleos mejor pagados por sobrevivir los trayectos y los cuidados.

Esta realidad es dura para cualquiera, pero es brutal para las mujeres que viven en precariedad económica. Si el transporte se come cuatro o cinco horas al día, ellas no solo pierden oportunidades laborales: pierden estabilidad. Se ven obligadas a aceptar trabajos informales, mal remunerados y sin derechos laborales porque son los únicos compatibles con trayectos largos y con responsabilidades de cuidado que no desaparecen y no son redistribuidas. En ese círculo vicioso, la ciudad actúa como multiplicador de desigualdades: cuanto menos accesible es, más precario se vuelve el ingreso; cuanto más precario el ingreso, menor autonomía financiera. La desigualdad territorial se convierte en desigualdad económica, y la desigualdad económica se convierte en desigualdad de género.

Tener menores ingresos, ingresos intermitentes o directamente no tener ingresos coloca a las mujeres en un estado de desigualdad estructural. Y esa desigualdad es mayor cuando la ciudad las obliga a reorganizar toda su vida alrededor de trayectos interminables. No hablamos solo de desigualdad salarial; hablamos de desigualdad territorial que produce desigualdad económica. Las mujeres con menos recursos enfrentan las mayores distancias, los transportes más lentos, las rutas menos seguras y los horarios más inflexibles. Por eso, su acceso a empleos formales, a capacitación o a movilidad social real se vuelve mínimo.

Y a pesar de esto, la planificación urbana rara vez incorpora la perspectiva de género de manera seria. Se siguen construyendo ciudades donde el transporte masivo no conecta con guarderías, donde las escuelas están lejos de los centros laborales, donde los horarios de los servicios públicos no consideran que millones de mujeres sostienen la vida de sus familias mientras intentan sostener la propia. Son omisiones que se acumulan y que terminan por convertirse en un muro invisible: una barrera de entrada al mercado laboral, a la educación continua, a la autonomía. Ese muro siempre es más alto para quienes ya están en situación económica vulnerable.

Para que lleguemos todas no basta con la presencia de mujeres en los espacios de toma de decisiones. Necesitamos ciudades que no nos obliguen a reorganizar toda la vida en función del trayecto. Ciudades que entiendan que la movilidad no es un asunto técnico, sino una política de igualdad. Ciudades donde el urbanismo, el transporte, los cuidados y el empleo formen un mismo sistema, no cuatro islas desconectadas. Las mujeres de menores ingresos simplemente no pueden esperar a que la ciudad “mejore”, su vida diaria ya está marcada por la desigualdad urbana.

La pregunta es incómoda, pero inevitable: ¿de qué sirve hablar de igualdad si seguimos viviendo en ciudades que nos excluyen desde el plano arquitectónico? Mientras no cambiemos las reglas que organizan el espacio público seguiremos pidiéndole a las mujeres que hagan malabares imposibles para llegar, para trabajar, para cuidar, para sobrevivir.

Que lleguemos todas implica muchas cosas, pero una de ellas es esta: construir ciudades donde llegar no sea un privilegio, sino una posibilidad real para todas.

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