Los conciertos de Bad Bunny en la Ciudad de México, y me atrevería a decir que lo mismo aplica para su gira completa, no se erigen como una pausa frente al mundo, sino una forma de responderle. Mientras afuera el mundo se endurece con fronteras que se cierran, cuerpos que se vigilan y derechos que se pierden, dentro del estadio GNP ocurrió algo que debemos recordar siempre: que lo personal es político, que la política no solo se expresa con seriedad, sino también con la afirmación de la vida.

Bad Bunny canta desde una época de conflictos. Sus letras no prometen redención ni futuro, sino que nombran el presente tal como es: ciudades que se vacían de quienes las hicieron posibles, barrios convertidos en postal, rentas que suben mientras la memoria se desplaza. La gentrificación aparece sin tecnicismos, pero como pérdida íntima.

También habla de la violencia. No como espectáculo ni como consigna, sino como ausencia. Feminicidios que no se narran para provocar morbo, sino para evitar el olvido. En una sociedad que avanza rápido para no mirar de frente, cantar la herida es negarse a la anestesia. El ritmo no tapa el nombre de Andrea Ruiz Costas.

Y está el idioma. Bad Bunny canta en español. No lo alterna, no lo traduce para expandirse, no lo abandona para conquistar mercados. En un mundo cultural que suele exigir la renuncia lingüística como peaje del éxito global, sostener el español es una declaración. El idioma no como ornamento identitario, sino como territorio. Cantar en español cuando se es una figura global es rechazar la idea de que lo universal necesita volverse anglosajón. Es recordar que también desde aquí se puede hablarle al mundo sin pedir permiso. Por eso importa el gesto de no llevar su gira a Estados Unidos para no exponer a su público latino a la sospecha permanente, al hostigamiento, al riesgo cotidiano. Su decisión es clara: proteger a la comunidad.

Luego está el cuerpo. El cuerpo femenino, sobre todo. El deseo dicho sin castigo. El placer nombrado sin disculpa. En un momento histórico donde resurgen discursos que buscan disciplinar, ordenar, devolver a las mujeres al silencio, a la culpa y a lo privado, cantar el gozo es una forma de insubordinación. No porque lo declare, sino porque lo ejerce. El disfrute como afirmación. El cuerpo como territorio propio.

Nada de esto ocurre desde la solemnidad, sino que ocurre desde la fiesta. Nos enseñaron que la política debía ser algo serio, que el placer era una distracción. Aquí se sugiere lo contrario: que el gozo también es una forma de resistir. Bailar no como olvido, sino como afirmación. Disfrutar no como evasión, sino como negativa a dejar que el miedo, la violencia y la dureza del tiempo lo anestesien todo. En un mundo que se empeña en estrechar la vida, celebrar el cuerpo y el momento es insistir en que todavía nos pertenecen.

Por eso sus conciertos se sienten menos como espectáculo y más como encuentro. Una multitud que canta en español, que se reconoce en las letras, que celebra sin dejar de saber dónde está parada. No hay ingenuidad. Hay lucidez compartida. Una forma de comunidad que no necesita banderas para existir.

Quizá esa sea la política que hoy resulta más incómoda para quienes apuestan por el orden rígido y el repliegue identitario: una política que no grita consignas, pero que crea sentido; que no promete salvación, pero que insiste en la vida; que no niega la violencia, pero se rehúsa a vivir únicamente desde ella.

Bailar, cuando el mundo se endurece, no es indiferencia.

Es resistir.

Únete a nuestro canal ¡EL UNIVERSAL ya está en Whatsapp!, desde tu dispositivo móvil entérate de las noticias más relevantes del día, artículos de opinión, entretenimiento, tendencias y más.

Comentarios