En la Cámara de los Comunes, en Londres, nada está dispuesto al azar: incluso la arquitectura se diseñó contra la tentación de la violencia. La distancia entre las dos bancadas es de 3,96 metros, lo mismo que dos espadas desenvainadas. Ese cálculo, heredado de la Edad Media, garantiza que en el recinto haya debate, pero nunca sangre. Y como recordatorio permanente, sobre la mesa central descansa un cetro -la mace-, símbolo de la autoridad que legitima la palabra y no la fuerza.
En México, sin embargo, la escena reciente entre Alejandro “Alito” Moreno y Gerardo Fernández Noroña nos recordó que seguimos atrapados en otra lógica: la de que las diferencias se resuelven con los puños y no con argumentos. Dos figuras públicas, ambos con cargos de representación, eligieron los manotazos y los golpes en lugar de las ideas, los insultos en lugar de las razones. Y el mensaje fue brutal: en el Congreso, las palabras todavía ceden ante la violencia.
Lo preocupante no es solo el espectáculo en sí -por desafortunado que fue- sino lo que revela: un pacto machista que atraviesa a la política mexicana. El pleito fue narrado y reproducido en medios y redes con el tono de una pelea de box. Hubo quien habló de “ganadores” y “perdedores”, como si se tratara de un torneo deportivo y no de un retroceso para la vida pública. Esa forma de enmarcar la política confirma que nos encontramos atrapados en la lógica de que el poder se mide con la fuerza y no con la palabra.
Y conviene subrayarlo: esto no se trata de partidos, sino de formas de ejercer la política. Hoy fueron Alito y Fernández Noroña; mañana podrían ser otros. Lo grave es que el mensaje trasciende las siglas, los partidos o movimientos: se valida la violencia como lenguaje político. Y como si no bastara, buena parte del discurso alrededor del pleito se centró en la pregunta más banal: ¿quién lo inició?, ¿quién tuvo la culpa? Ese encuadre no solo infantiliza la política, sino que desplaza lo verdaderamente relevante: que dos representantes públicos eligieron la violencia como método de resolución. No importa quién empujó primero, lo que importa es que ambos eligieron el camino del golpe sobre el de la palabra, y eso debería indignarnos más que entretenernos.
Si los hombres más visibles del sistema político se permiten resolver sus diferencias a empujones y amenazas, ¿qué pueden esperar quienes no tienen la protección de un cargo ni el eco de la prensa? La violencia simbólica y física es también un recordatorio de que el pacto de la fuerza está siempre disponible para ser usado contra quienes opinan distinto.
Este episodio conecta con una pregunta más de fondo: ¿qué modelo de ciudadanía se construye cuando los representantes se comportan así? Un modelo en el que la violencia no solo se tolera, sino que se normaliza como mecanismo de poder. Resulta especialmente ofensivo que desde el Congreso se envíe la señal de que el camino de los golpes está legitimado.
Nombrémoslo sin rodeos: lo que vimos no fue un exceso pasajero ni una anécdota pintoresca. Fue violencia, machismo y un retroceso peligroso para la vida democrática.
La política democrática exige debate, argumentos, confrontación de ideas. Queda la tarea de replantear qué tipo de liderazgo queremos promover. Porque si la escena es un retrato de la política mexicana, es urgente llenarla de otras voces: de quienes han demostrado que la firmeza no está reñida con la palabra, que la inteligencia y la empatía son también formas de ejercer poder.
El Congreso no debería ser un ring. Pero mientras lo sigamos tolerando, la violencia será el verdadero lenguaje de la política mexicana. Y esa violencia no es un espectáculo: es un síntoma de una democracia que, si no se defiende con palabras, terminará perdiéndose a golpes.
mahc






